martes, 25 de febrero de 2014

Reflexiones sobre la edad media (II)


Para el pensamiento medieval el hombre no es dueño absoluto de la creación, pues ésta no le ha sido donada ni cedida de parte de Dios, sino que es más bien un préstamo; préstamo por el cual el hombre deberá responder llegado el día ante el 'dueño de la viña', tal y como es indicado explícitamente en la parábola evangélica de los talentos[1]

Siendo ambos, naturaleza y hombre, creaciones divinas, no deja de ser llamativo que Dios ponga una parte de su creación a las órdenes de otra, imponiendo una jerarquía ontológica entre ellas. Es así porque el hombre es, desde la perspectiva medieval, la parte preferida por Dios de toda su Creación. 

He aquí una de las bases del fuerte sentido jerárquico medieval, que tan incomprendido y criticado es por parte de la mesocratizadora y anti-jerárquica modernidad. Para el orden tradicional situarse en una posición más alta en la jerarquía –ya sea social o natural- implica, no unos mayores privilegios[2] como es el caso de la modernidad y su ideal clasista, sino sobre todo una mayor responsabilidad para con los subordinados en el desempeño de la función a la que se ha sido vinculado. Existe un compromiso respecto a los otros, compromiso adquirido con Dios mismo. En efecto, tal posición de relativa superioridad [3] sobre el resto de la creación -superioridad querida y concedida por el mismo creador, recordemos- no llevaba a la soberbia y al abuso del superior sobre el inferior. Tal superioridad era sentida como una responsabilidad y era entendida como un factor de dignificación humano, pues significaba que el creador había concedido unas cualidades especiales al hombre y depositado su confianza en él como administrador de su hacienda, y esto implicaba que el hombre debía responder a esa confianza depositada en él demostrando ser digno de ella.

Dicho de otro modo, tal posición privilegiada con respecto al resto de las criaturas conllevaba inevitablemente, a ojos del hombre medieval, la asunción de un deber. La responsabilidad para con Dios conllevaba una responsabilidad para con la creación misma. La creación no solo es entonces una hermana del hombre dado que tienen un mismo Padre -como predicaría el poverello de Asís- sino que está además bajo su tutela y custodia, de modo que se convierte en una hermana menor, a la que se debe cuidar y proteger, por la que debe velar y sobre todo, a la que se debe cultivar

Cultivar en el sentido medieval de ordenar, hacer crecer y mejorar. Es decir el hombre debe hacer pasar a la naturaleza del caos indiferenciado en que esta se encuentra desde la caída y expulsión del Paraíso [4], al orden diferenciado –cualificado-, logrando mediante este trabajo de ordenamiento -que es una alquimia-, que salgan a la luz y brillen las cualidades que le son propias. Así la naturaleza es dignificada por la labor del hombre. Un campo cultivado, un huerto, adquieren una belleza superior a la de un baldío de modo semejante a como un palacio es más bello que una ruina o un simple montón de piedras. Y recordemos que la idea de belleza es inseparable en el pensamiento medieval -de corte neoplatónico- de la idea de orden [5]. Para llevar a cabo tal misión de ordenamiento el hombre debe actuar al modo del escultor que opera frente a la piedra bruta extrayendo forma y belleza de lo bruto e informe. ¿Puede imaginarse un trabajo más dignificante para el hombre que el de embellecer la creación divina misma? 

Así, al destacar las cualidades propias de la naturaleza se destacan también las del hombre mismo, pues en el debido cumplimiento de su labor éste encuentra su fin último y se muestra como lo que es. Siguiendo aquella cita clásica, 'llega a ser el que eres', el hombre medieval llegaba a ser quien era en su trato ordenador y a la vez fraterno con la naturaleza. Por medio de este trabajo sagrado (sacrum facere, sacrificio) se habían de manifestar las cualidades intelectuales del hombre, de una parte para comunicar con la naturaleza y, de otra, para escuchar y obedecer la divina Voluntad. 

Por todo lo anterior, podemos decir que el mundo natural no era visto por el hombre medieval como un enemigo al que combatir y vencer ni tampoco como una fuente de riquezas que explotar (imagen del mito plutónico, siempre presente en todas las tradiciones) sino verdaderamente como su casa, y como tal casa que era el mundo debía ser cuidado y adecentado. Es posible percibir, siquiera lejanamente, el respeto, la admiración y el amor con que los hombres medievales se dirigían a la naturaleza, fuente nutricia de cuanto necesitaban y la felicidad y confianza con que se enfrentaban a su tarea diaria ante el mundo, una tarea plena de sentido y de comunión con el mundo mismo; felicidad y confianza muy alejadas de la acedia mortecina con que se enfrenta el hombre de hoy al alienante y deshumanizador trabajo moderno, mecánico y repetitivo. 

El conocimiento de la naturaleza como imperativo divino

A través de todo este armazón de significados el hombre medieval se veía a sí mismo como una herramienta sagrada, instrumento ordenador al servicio de la Voluntad de Dios. Pero para ordenar y administrar más justamente la hacienda que es el mundo en primer lugar hay que conocerla y comprenderla. Por tanto comprender la naturaleza pasa a ser un imperativo, forma parte de los deberes del hombre para con Dios. A la luz de este objetivo de comprender la Voluntad divina todo conocimiento humano adquiere un valor sagrado, pues conocer el orden natural es también conocer el orden divino y participar de él. La base del conocimiento de la naturaleza se encuentra en dos facultades humanas: 
  • la observación y
  • la intuición.

La observación consiste en la mirada atenta de la naturaleza, la comprensión de sus formas y sus ritmos. La intuición debe entenderse como la escucha atenta de la voz del Espíritu Santo, que por supuesto también mora en la naturaleza misma, es así como se discierne la divina Voluntad. No hay pues contradicción en el método con que el hombre medieval se acercaba a dos conocimientos que hoy día parecen opuestos y excluyentes: el de las realidades divinas de orden superior y el de las realidades terrenas de la naturaleza. 


Nos encontramos aquí ante una sorprendente lección tradicional. 

Los hombres del origen, plenos de inspiración divina actuaban por intuición y no necesitaban por tanto de conocimiento discursivo y racional, pues entendían intuitivamente el funcionamiento de las cosas, sus relaciones, no solo en el plano material sino también en el plano sutil, así elegían en cada momento la acción correcta. Ahora bien, en la medida que la caída del hombre -el alejamiento de Dios- se agrava y esa comunicación con los estados superiores del ser se pierde, los hombres van sintiéndose cada vez más solos y el polo de sus decisiones muda de su corazón -su centro- a otras regiones de su alma mucho más inestables [6]. La razón se destaca entonces como la única virtud digna de guiar las acciones humanas –virtud que, paradójicamente, en plena decadencia intelectual es considerada a menudo ‘infalible’-. Así, en su caída, en su alejamiento, el hombre eleva como digno de elogio lo que no es sino manifestación patente de su impotencia y de su incapacidad de comunicación con lo otro -y en particular con lo superior-, prueba indudable de su aislamiento ‘en las profundas cavernas del sentido’. Es desde esta facultad racional, que en sí misma supone una merma intelectual, y por tanto desde la imposibilidad práctica de comunicación directa con la Verdad, desde donde se construye toda ciencia, ya sea tradicional o moderna. Pero al menos en el pensamiento tradicional hay una conciencia clara de ello. Desde el punto de vista tradicional toda ciencia es hija del destierro, pues es, en el mejor de los casos, un intento de re-enderezamiento, una vía alternativa de acceder a un conocimiento ya perdido, un rodeo pensado con la intención de contrarrestar la pérdida de unas capacidades que antes otorgaban el acceso al mismo. Y en tanto que camino menos natural, menos directo, toda ciencia es una forma de violencia en la búsqueda desesperada de respuestas ante el silencio de Dios. Por esta razón toda ciencia, en tanto que búsqueda sistemática y artificiosa de un conocimiento que se ha perdido merecidamente conlleva el riesgo de alcanzar ese conocimiento por medios ilegítimos, es decir, conlleva el riesgo de convertirse en una brujería. He aquí el porqué de las precauciones con que todas las sociedades tradicionales trataban la ciencia y porqué siempre la tutelaban y no la permitían seguir su curso libremente. 

Pondremos un ejemplo de lo que decimos. El pensamiento moderno celebra la presencia de escritura en un pueblo como un gran avance y un progreso, cuando no es sino todo lo contrario: la prueba evidente de una pérdida de memoria -y de cohesión- en la comunidad, de donde surge la necesidad de fijar por escrito unas ideas que después de haber sobrevivido durante cientos y a veces miles de años corren el riesgo de perderse irremediablemente[7]. Y así resulta que se tiene por un progreso lo que no es sino un mero paliativo de la desmemoria progresiva de los hombres, en un caso semejante a como sería celebrar como una mejoría las muletas de que se sirve un anciano que en su juventud se bastaba por sí mismo para caminar. Seguro que el anciano no vería tal avance. Pero, como es sabido, al inevitable mal de la vejez a menudo le acompaña el triste mal del olvido.



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Volviendo a nuestras reflexiones sobre el mundo medieval, sin este conocimiento del mundo natural, de sus propiedades y de sus equilibrios -conocimientos adquiridos por la observación- es imposible obrar adecuadamente, dando a cada parte lo que le es debido. Conocer las propiedades de plantas y animales se convierte así en un deber, pues forma parte del trabajo encomendado por Dios. Observar y escuchar la naturaleza –que ha de entenderse como todo el universo- es hablar indirectamente con Dios, a través de su obra, para intentar comprenderle. Es así como todas las ciencias, todo el conocimiento humano adquiere un valor trascendente y definitivo que religa al hombre, a través del conocimiento de la creación, con su creador. Esta es la virtud particular de las ciencias sagradas y por esta razón todas están profundamente ligadas entre sí por principios inamovibles: la astrología, la botánica, la geografía sagrada, etc. Todas son parte de una misma y única ciencia, la única digna de ser llamada así: la de conocer al creador. Conocer el mundo es, además de una participación en el plan divino y por tanto una cooperación con Dios mismo, un paso necesario para cumplir adecuadamente con la misión encomendada por el creador de ordenar y armonizar el mundo.  

Nos topamos así con otra curiosa paradoja. Se sostiene generalmente que fue el humanismo renacentista quien situó al hombre como medida y centro de todas las cosas pero lo cierto es que en la cosmovisión medieval la posición del hombre era, a efectos prácticos, mucho más central y equilibrada con respecto a su medio, que en la modernidad. El universo simbólico medieval [8] situaba el planeta tierra -y con él al hombre- en el centro del universo. 

La modernidad por su parte, en realidad ha venido a des-centrar al hombre, situándole en la periferia no solo física o astronómica sino sobre todo en la periferia ontológica y existencial. La modernidad ha construido, en lugar de una cosmovisión centrada en el hombre, una cosmovisión centrada en la materia que relega al hombre al extra-radio de la existencia. El humanismo renacentista separó en primer lugar al hombre de su creador, dejándole huérfano; y en segundo lugar le separó de la creación misma, que ya no es vista como una hermana, ni siquiera como un hogar, es decir se le dejó también sin iguales al negársele su papel de mediador natural entre creador y creación, entre Cielo y tierra. 

El hombre de la postmodernidad no solo se ve separado -a fuerza de razón- del resto de la creación –que pasa a considerarse inferior por irracional-, sino en guerra permanente con ella en un prometeico designio de competencia y de dominio. Un hombre atomizado, separado de todo y de todos, enfrentado a sí mismo, sin ayudas ni apoyos posibles pues carece tanto de Padre (su creador) como de hermanos (las otras criaturas). Nace así un hombre tan ambicioso como temeroso, un hombre sin misión en el mundo, sin porqué ni para qué en el universo, listo para caer en el hedonismo más grosero o la acedia más gris. Comienza así una carrera por el poder y el placer que no es sino un fruto podrido más, el último, del sentimiento de vacío, orfandad y soledad que acompañó a la caída y posterior salida del Paraíso... 







[1] Mt. 25, 14-30.
[2] Los cuales por otra parte, no son privilegios de clase, sino que para ser legítimos deben estar limitados a, y en correspondencia con, la función de que se trate, a fin exclusivamente de facilitar el desempeño correcto y efectivo de la misma.
[3] Superioridad, no lo olvidemos, asociada al poder de decisión y por tanto a la libertad, el libre albedrío. Nada implica mayor responsabilidad que el uso de la libertad misma. Dicha responsabilidad, dado el lugar central que ocupa el hombre respecto de la creación, implica responder –llegado el caso- por esa misma creación.
[4] Recordemos que desde el punto de vista medieval la expulsión del paraíso no solo tuvo consecuencias para el hombre sino también para toda la Creación, a la que distorsionó. La expulsión del Paraíso supuso un desequilibrio de orden cósmico y sus consecuencias  -debidas a la desobediencia humana- recayeron sobre todos los seres. Sin entender esto no puede entenderse el afán del hombre medieval por re-ordenar y rescatar toda la naturaleza. Ideal de re-equilibrio cuya expresión culminante es la idea del jardín medieval como microcosmos y re-construcción del Paraíso primordial donde la armonía entre los seres era perfecta. Hay que percatarse que tal ideal es consecuencia de un sentimiento de culpa -el arrepentimiento- y de una voluntad consciente de redimirse restituyendo el orden perdido -el propósito de enmienda-.  
[5] Aquí podemos rastrear el origen de uno de los grandes problemas de la modernidad, la obsesión por el orden, hasta el punto de cercenar toda libertad, creatividad o disparidad. La modernidad, que proclama a los cuatro vientos sus pretendidos ideales de libertad, es en realidad el régimen más liberticida que haya existido jamás y supone en sí misma una batalla frontal contra toda diversidad biológica o cultural. Cualquiera que no esté cegado por sus prejuicios puede advertirlo perfectamente con tan solo atender a los datos objetivos. Ciertamente esta idea requiere desarrollarse pero no es este el lugar. Dejamos al lector interesado una referencia para profundizar en esta idea: los ensayos sociológicos de Boaventura de Sousa Santos, autor dicho sea de paso muy lejano a cualquier planteamiento tradicional. 
[6] Sería lo que mitológicamente se define como el paso de las cosmogonías solares a las lunares.  
[7] Aparte de suponer un exceso de fijación -una pérdida de flexibilidad- en la vida de las gentes muy perjudicial que acelera el envejecimiento de esa cultura.
[8] Decimos ‘simbólico’ a sabiendas. Nos llevaría muy lejos abordar la discusión acerca del heliocentrismo medieval. Baste decir que el heliocentrismo es otro de los muchos pretendidos descubrimientos de la modernidad, un redescubrimiento en realidad. Redescubrimiento solo posible debido al olvido y desprecio que la modernidad tiene por el pasado. Sería largo detallar hasta qué punto era conocida la teoría heliocéntrica por los astrólogos en la edad media; teoría si bien no del dominio público sí del conocimiento de los sabios, astrónomos, matemáticos y demás. Cada vez hay más pruebas en este sentido. Baste añadir que, en lo que a la edad media concierne, la teoría heliocéntrica además de ser heredada como hipótesis astronómica de la cultura clásica, fue deducida teológicamente por sus sabios, en tanto que el heliocentrismo era un modelo crístico. La ceguera de la modernidad al mirar a la edad media es tan grande que ni siquiera han podido percatarse de esto.  


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