'Hortus
conclusus, soror mea, sponsa,
hortus conclusus, fons signatus.'
(Ct. 4:12)
(Ct. 4:12)
Hablar del jardín medieval implica en primer lugar recuperar el sentido etimológico de la palabra jardín para después analizar lo que la idea misma de jardín significaba para los hombres de la edad media.
La palabra jardín vincula su etimología con las palabras inglesas garden o yard, las cuales remiten a la idea de un espacio cerrado, medido y dividido, separado del exterior, es decir un espacio cualificado y por tanto distinto del resto de espacios o lugares. Relacionadas etimológicamente encontramos las palabras guardia y guardián, que se refieren igualmente a la vigilancia y la separación de un lugar, ciertamente cercanas al garden inglés.
Descubrimos así que la denominación de 'jardín cerrado' o 'jardin clos', que designa un tipo concreto de jardín muy habitual en la edad media -a veces también llamado 'secret garden'- resulta en sí misma una redundancia pues todo jardín contiene en su misma concepción la idea de ser un espacio cerrado y separado del espacio exterior, considerado profano. En todo caso seríamás acertado utilizar la expresión medieval 'hortus conclusus'. Esta idea de protección frente al exterior es central en la idea medieval de jardín, como veremos a continuación.
Ya hemos
comentado anteriormente (aquí) que los
símbolos que se refieren a la dualidad principial -luz-oscuridad,
masculino-femenino, etc...- hacen referencia a los niveles superiores de
la manifestación, concretamente al nivel informal. Cuando se desciende de este
nivel y nos referimos al nivel de la 'manifestación formal' la pareja de
opuestos se ve reemplazada entonces por la idea del cuaternario, el ciclo de
cuatro fases, pues la materia es signada en todas partes por el número cuatro.
En cierto modo podría resumirse diciendo que el número del cielo es el dos
y el número de la tierra el cuatro.
Indicamos
esto para aclarar que el jardín supone una partición dual de la realidad, o más
exactamente dos particiones duales complementarias: una entre cielo y tierra; y
otra entre espacio exterior e interior. Ambas divisiones remiten a la pareja de
opuestos que simboliza las dos fuerzas contrarias -las simbolizadas por el Yin-Yang, que pueden también expresarse como
padre y madre- que crean todas las formas y subyacen a la manifestación. La
división principal queda así establecida entre el espacio cualificado,
único y cerrado que supone el jardín por una parte, y el espacio
no-cualificado, indiferenciado -semejante por tanto a la prima materia o la substancia aristotélica- del
mundo exterior a él por otra.
Ordo ab Chao.
En este juego de oposiciones el jardín representa el orden, el cosmos -la forma en sentido metafísico- que se opone al desorden y lo informe, representado por el 'mundo exterior' que queda fuera del jardín. El jardín quedaba así constituido como un espacio sagrado, consagrado. Al crear no solo jardines sino también pueblos y ciudades, el hombre medieval separaba -segregaba- una pequeña parte, una parcela[1] de la inmensidad de la tierra inculta, imponiendo sobre ella un orden -basado en el orden divino- que replicaba en cierta medida el orden primordial del Edén.
Esta
oposición entre caos-orden e interior-exterior, unida al par humano-salvaje explica la
tendencia a aislarse y a encerrarse de toda la arquitectura medieval, una
especie de protección frente al amenazador caos
exterior, protección no solo material sino ante todo psicológica del orden
humano frente a las tinieblas exteriores, protección que va mucho más
allá de la idea de defensa militar de un enemigo material. Es ante todo
una defensa psíquica ante lo incontrolable de la naturaleza que amenaza con
disolver el frágil orden humano, en lo colectivo como en lo individual. En
lo colectivo el desorden por antonomasia es la guerra, en lo individual es el
abismo de la muerte y la pérdida definitiva de la individualidad que esta puede implicar.
El bosque y la naturaleza: imágenes del caos.
Subyace a esta oposición entre orden humano y caos salvaje la conocida
oposición entre lugar cultivado (en el sentido de civilizado, habitable,
confortable) frente a lugar inculto o desierto, entendido éste en tanto que
lugar deshabitado, vacío, solitario, inhóspito y hostil [2], en que el hombre no
puede habitar, y donde las fieras -símbolos de las fuerzas disolventes del mundo
inferior- amenazan constantemente el equilibrio y aun la vida misma del
hombre.
Ahora bien
la imagen que mejor simboliza para el hombre medieval ese caos que impera en el
mundo natural ajeno al orden humano es la imagen de la naturaleza salvaje aún no ordenada ni
dominada por el hombre, y de entre todas las imágenes posibles de la naturaleza
como espacio no-humano ninguna representaba tan perfectamente el caos y las
tinieblas como el bosque.
El bosque es
el desarrollo informe y caótico, monstruoso y grotesco, del ideal paradisíaco
del jardín. Hay una cierta lógica en esta idea: si el mundo fue creado por Dios
como un jardín (y por tanto ordenado, con belleza y armonía) después de la caída la pérdida
del orden divino supuso un giro de ese jardín hacia el caos, giro
que se puede entender gráficamente imaginando el proceso que se produce en un
huerto o jardín que queda abandonado.
Dentro de
estos símbolos del caos hay una imagen que representa muy bien este poder maléfico, caótico
y destructor que se esconde en la naturaleza, a juicio del hombre medieval: el lobo. El lobo era un claro símbolo de los peligrosos enemigos que esperaban al alma una vez atravesado el umbral de la muerte. El lobo era por tanto un símbolo de la condenación al infierno. Además del lobo también hay
otros peligrosos animales habitando en el caos de la naturaleza caída,
como por ejemplo el oso o el jabalí.
Debemos matizar esta idea medieval de la naturaleza salvaje como caos. Si bien la naturaleza es sentida como
una amenaza al orden humano –incluso después de la muerte- no es vista como mala
en sí, ni como enemiga, por el contrario es más bien vista como necesitada de
ayuda. Encontramos aquí una fuerte ambigüedad en el modo en que el hombre
medieval percibía la naturaleza, con una mezcla de temor y a la vez de respeto, e incluso de atracción.
Veámoslo en detalle siguiendo el ejemplo ya aludido de los animales salvajes que simbolizan las potencias sin
control de la naturaleza, y por tanto caóticas e infernales. Todos estos animales
encarnan en sí esta ambigüedad que está en el núcleo mismo de la percepción medieval de la
naturaleza: de una parte su descontrol encierra serios peligros, el peligro de
ser aniquilado por estas fuerzas; pero de otra parte si estas fuerzas son
dominadas otorgan un gran poder espiritual y el dominio sobre los elementos. Por esta
razón los animales que mejor simbolizan y expresan lo salvaje son a la vez
temidos y respetados, se portan en escudos y emblemas, podemos decir que se genera hacia ellos un temor
reverencial, nacido del reconocimiento sincero de que poseen y manifiestan cualidades extraordinarias, lo cual les dota de un valor sacro. Cualidades
como ver en lo oscuro -el lobo, el búho-, atravesar lo
impenetrable sin dañarse -el jabalí y el oso- o carecer de
miedo -el oso-.
Estas fieras salvajes son, como toda la naturaleza en sí misma, una expresión del espíritu, y las cualidades que poseen manifiestan una cualidad espiritual análoga [3]. Tales cualidades deben ser adquiridas por el iniciado a lo largo de su camino espiritual por lo que estos animales adquieren a menudo el valor de un tótem. Señalemos que muchos ritos de iniciación de pueblos antiguos –y es posible que aún fuera así en la caballería medieval- conllevaban un período de supervivencia en el caos de la naturaleza no sometida por manos humanas, para adquirir -o lo que es lo mismo, para despertar en el alma del iniciado- las cualidades que en él habitaban de forma oculta o virtual. Y a veces estos ritos iniciáticos implicaban la caza de alguno de estos animales, o –aunque constituye un caso menos conocido- su acecho o seguimiento del mismo durante un tiempo, para aprender de él. Se establecía, por cualquiera de estos métodos, una relación sutil del iniciado con el animal, o mejor dicho con la fuerza espiritual de la que el animal era la viva representación.
Estas fieras salvajes son, como toda la naturaleza en sí misma, una expresión del espíritu, y las cualidades que poseen manifiestan una cualidad espiritual análoga [3]. Tales cualidades deben ser adquiridas por el iniciado a lo largo de su camino espiritual por lo que estos animales adquieren a menudo el valor de un tótem. Señalemos que muchos ritos de iniciación de pueblos antiguos –y es posible que aún fuera así en la caballería medieval- conllevaban un período de supervivencia en el caos de la naturaleza no sometida por manos humanas, para adquirir -o lo que es lo mismo, para despertar en el alma del iniciado- las cualidades que en él habitaban de forma oculta o virtual. Y a veces estos ritos iniciáticos implicaban la caza de alguno de estos animales, o –aunque constituye un caso menos conocido- su acecho o seguimiento del mismo durante un tiempo, para aprender de él. Se establecía, por cualquiera de estos métodos, una relación sutil del iniciado con el animal, o mejor dicho con la fuerza espiritual de la que el animal era la viva representación.
El caos como necesidad metafísica: su contribución a la armonía universal.
Vemos claramente
que el caos simbolizado
por la naturaleza exterior no era entonces entendido como algo absolutamente
malo -en cuyo caso solo cabría destruirlo por completo, al objeto de borrarlo de
la manifestación- sino que era visto como la contraparte necesaria al orden humano y como
el lugar del que este orden salió -tal y como el demiurgo ordenó el caos primordial-. El caos era, desde este punto de vista, entendido como una necesidad metafísica que jugaba un papel determinante en el orden cósmico total.
Pero además la naturaleza salvaje, en tanto que expresión material del caos metafísico, era percibida como constituyendo un reservorio de cualidades únicas que podían ser conquistadas por el hombre con valor y esfuerzo; sin olvidar además la lección y enseñanza metafísica que la naturaleza suponía a aquel que supiese mirar con los ojos del espíritu. En tanto que reserva y depósito de tales potencias el caos no era por tanto percibido como un mal sino como un lugar que contenía la posibilidad del bien: sus símbolos básicos del mar y el bosque, y toda la naturaleza salvaje en general, representaban un lugar peligroso pero también muy valioso, tanto material como espiritualmente, para los hombres y siempre susceptible de ser utilizado con provecho. Era necesario que hubiera caos, sin ir más lejos y reduciendo los argumentos a lo esencial, porque así lo había querido el Creador.
Pero además la naturaleza salvaje, en tanto que expresión material del caos metafísico, era percibida como constituyendo un reservorio de cualidades únicas que podían ser conquistadas por el hombre con valor y esfuerzo; sin olvidar además la lección y enseñanza metafísica que la naturaleza suponía a aquel que supiese mirar con los ojos del espíritu. En tanto que reserva y depósito de tales potencias el caos no era por tanto percibido como un mal sino como un lugar que contenía la posibilidad del bien: sus símbolos básicos del mar y el bosque, y toda la naturaleza salvaje en general, representaban un lugar peligroso pero también muy valioso, tanto material como espiritualmente, para los hombres y siempre susceptible de ser utilizado con provecho. Era necesario que hubiera caos, sin ir más lejos y reduciendo los argumentos a lo esencial, porque así lo había querido el Creador.
Esta idea es
capital para entender el pensamiento medieval: la naturaleza no es un enemigo sino que
sus peligros proceden de acompañar al hombre en su caída, de modo que
exactamente igual que él, está esperando ser liberada y redimida. El caos era
entendido como un estado caído de la materia, un estado anómalo, que debía ser reparado mediante el esfuerzo y el
trabajo humano. Esta es la labor restauradora del hombre. Esto conlleva una cierta idea de progreso, de mejora,
pero con la particularidad de que para el hombre primordial tal idea
siempre implica un volver al estado
paradisíaco primordial. Es decir, para el hombre medieval toda mejora consiste
en una restitución y todo fin último al que dirigirse supone en realidad un retorno a la Edad de Oro [4].
El jardín como reconstrucción del Paraíso terrenal.
Esta última
idea sugerida de que toda mejora y todo esfuerzo humano no son un nuevo horizonte
al que dirigirse sino un retorno al estado primordial, el Paraíso perdido [5], nos lleva a comentar brevemente los dos modelos míticos de jardín que
inspiran el ideal medieval: el jardín del Edén y el jardín
del Cantar de los cantares.
Ya hemos
indicado que conceptualmente la creación del jardín supone separar
-segregar- una pequeña porción de la tierra del desorden generalizado en
que el mundo se halla sumido desde la caída de Adán y Eva, para instaurar en ese pequeño espacio
elegido un orden que será 'imagen' y reflejo de aquel orden perfecto que
existía en el Paraíso en el principio de los tiempos. En este sentido no cabe duda que el jardín medieval era figurado como una 'imagen' –en sentido platónico- del Paraíso terrenal.
Esta porción de la tierra que es el jardín es transfigurada y elevada a una condición más noble que la que tenía en tanto lugar salvaje -inculto- mediante el trabajo del hombre. Se trata por tanto como hemos dicho de un intento de restauración y por ello tal espacio debe quedar separado y protegido del caos exterior por una frontera a la vez física, psíquica y espiritual [es decir en los tres planos de la existencia]. El jardín equivale entonces a una 'terra mínima', una tierra en miniatura, un microcosmos, elegido y apartado -consagrado- por el hombre para Dios, y ello supone que debe respetar ciertas reglas, es decir debe ser conforme a un canon, a fin de crearse una paz reflejo de aquella que reinaba en el Paraíso.
Esta porción de la tierra que es el jardín es transfigurada y elevada a una condición más noble que la que tenía en tanto lugar salvaje -inculto- mediante el trabajo del hombre. Se trata por tanto como hemos dicho de un intento de restauración y por ello tal espacio debe quedar separado y protegido del caos exterior por una frontera a la vez física, psíquica y espiritual [es decir en los tres planos de la existencia]. El jardín equivale entonces a una 'terra mínima', una tierra en miniatura, un microcosmos, elegido y apartado -consagrado- por el hombre para Dios, y ello supone que debe respetar ciertas reglas, es decir debe ser conforme a un canon, a fin de crearse una paz reflejo de aquella que reinaba en el Paraíso.
Pero la consecuencia más importante del ideal del jardín medieval es que, en tanto figurado como una ‘imagen’ del Paraíso, el jardín mismo se constituye psicológicamente como un espacio
de meditación y contemplación, es decir un lugar para el encuentro y la comunicación
del hombre con dios, tal y como lo era el jardín primordial mismo, el del Edén,
según el conocido relato del Génesis. En la creación de los jardines medievales
había una clara intención mística dirigida a elaborar un espacio sagrado donde
fuera posible recuperar la presencia perdida, tal y como ésta se hallaba en el
origen en el Jardín del Edén.
Y el paradigma de este jardín entendido como 'espacio de encuentro' sagrado en el cual se restaura el contacto entre el hombre y Dios que existió antes de la caída, era el claustro de los monasterios.
Y el paradigma de este jardín entendido como 'espacio de encuentro' sagrado en el cual se restaura el contacto entre el hombre y Dios que existió antes de la caída, era el claustro de los monasterios.
[1] Literalmente 'partecilla', pequeña parte.
[2] Es importante notar que la palabra desierto no significaba lo mismo para el imaginario medieval que significa hoy para nosotros. Desierto no se refiere a un lugar seco o sin agua sino sencillamente a un lugar deshabitado, donde por alguna razón la vida es difícil para el hombre, por eso el bosque era tan a menudo la imagen del desierto medieval.
[3] Recordemos que desde el punto de vista neoplatónico la naturaleza es una 'imagen' divina, lo que la convierte en una especie de libro mudo que a través de todas sus innumerables formas habla de dios.
[4] Es así por lo demás para todo el pensamiento tradicional y su símbolo clásico es el salmón que remonta el río hasta su fuente. Origen y fin -Alfa y Omega- se unen en esta metáfora que entiende la vida como un volver a recuperar lo que se perdió al 'venir a ser', o dicho de otro modo, al 'caer' en la manifestación.
[5] Maticemos que, como ya advirtiera Spengler, no existe el horizonte –símbolo del porvenir- para el hombre medieval, nunca está presente ni en su arte ni en su literatura, y en su arquitectura se evita toda posible vista o panorámica. Esta visión próxima o 'cercana' de la vida, sin poner los ojos del alma nunca en lo lejano o distante es muy particular y definitoria del hombre medieval.
[2] Es importante notar que la palabra desierto no significaba lo mismo para el imaginario medieval que significa hoy para nosotros. Desierto no se refiere a un lugar seco o sin agua sino sencillamente a un lugar deshabitado, donde por alguna razón la vida es difícil para el hombre, por eso el bosque era tan a menudo la imagen del desierto medieval.
[3] Recordemos que desde el punto de vista neoplatónico la naturaleza es una 'imagen' divina, lo que la convierte en una especie de libro mudo que a través de todas sus innumerables formas habla de dios.
[4] Es así por lo demás para todo el pensamiento tradicional y su símbolo clásico es el salmón que remonta el río hasta su fuente. Origen y fin -Alfa y Omega- se unen en esta metáfora que entiende la vida como un volver a recuperar lo que se perdió al 'venir a ser', o dicho de otro modo, al 'caer' en la manifestación.
[5] Maticemos que, como ya advirtiera Spengler, no existe el horizonte –símbolo del porvenir- para el hombre medieval, nunca está presente ni en su arte ni en su literatura, y en su arquitectura se evita toda posible vista o panorámica. Esta visión próxima o 'cercana' de la vida, sin poner los ojos del alma nunca en lo lejano o distante es muy particular y definitoria del hombre medieval.
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