jueves, 4 de diciembre de 2014

Reflexiones sobre dos paradigmas musicales (III)


El paradigma musical moderno. 

Dicho todo esto a modo de largo pero necesario preámbulo, entremos ya de lleno en nuestro tema abordando el valor psicológico de la forma musical moderna. Recordemos ante todo que la música es un lenguaje que busca comunicar algo y que tal lenguaje o discurso hace uso de una retórica particular y específica para poder transmitirse más eficazmente. Forma y contenido, medio y mensaje son inseparables aquí, como en cualquier arte por lo demás. La elección del medio en el arte tiene un significado de por sí e implica parte del sentido propio de la obra [1].

En cuanto al nuevo canon musical moderno establecido en el siglo XVIII, es en el concierto, definido a menudo como un ‘diálogo’ entre el solista y la orquesta, donde el nuevo paradigma musical de la modernidad encontró su forma más acabada. Pero más que un ‘diálogo’ galante, en realidad se trataba casi siempre de un enfrentamiento, de una lucha. En efecto el concierto expresa como ninguna otra forma del arte occidental esa idea de la vida como lucha y de las relaciones humanas entendidas como conflicto. La música moderna, al establecer como arquetipo artístico la oposición solista vs. orquesta se convirtió en herramienta óptima para la toma de conciencia por parte del espectador del muy moderno conflicto entre individuo y sociedad, conflicto que articula toda la modernidad occidental y que ya fuera denominado por Jung ‘proceso de individuación’.


El ‘diálogo’ concertístico, como por otra parte la ‘forma sonata’ misma de la que el concierto no es sino su expresión más genuina y desnuda, posee un carácter esencialmente hegeliano: tesis, antítesis y síntesis. La tesis viene definida por el denominado ‘tema masculino’ (A), la antítesis por el denominado ‘tema femenino’ (B) [2] y la síntesis se alcanza al final de un periodo de enfrentamiento entre ambos a lo largo del cual ambos temas se influyen mutuamente viéndose transformados, contorsionados y deformados en mayor o menor grado, viendo alterada su tonalidad –su orden- original, aspecto que es especialmente significativo desde el punto de vista del análisis del discurso. Aunque el tema original (A) –que define la particularidad, la singularidad, de ese sujeto- apenas cambie en sí mismo, se ve transformado y alterado por la lucha con el otro, es decir, el enfrentamiento por parte del sujeto individual por independizarse –liberarse- de la colectividad y destacar sobre ella supone una profunda alteración en él, algo que debe leerse como el tránsito por un camino de individuación plagado de lucha y dolor. 

Lo más reseñable es que éste es el destino inevitable de todo individuo inscrito en la modernidad, ver y sentir la colectividad como un oponente, un enemigo del que hay que liberarse y al que hay que superar, no como un entorno protector o siquiera como un contexto existencial neutro. En el discurso concertístico el solista lucha por separarse del conjunto y lograr proteger su singularidad, su diferencia, su subjetividad, a riesgo de ser engullido por la masa y quedar convertido en un miembro más, indiferenciado como los otros, de la orquesta. La colectividad es vista por tanto como una suerte de Behemot que amenaza con tragarse y anular lo que de propio tiene el hombre moderno.

Dos consecuencias pueden sacarse de esta interpretación de la forma discursiva más propia y definitoria de la modernidad:
  • El carácter prometeico, el énfasis en el individualismo, en la superación personal, en la capacidad y el impulso propios –todo muy adecuado como se ve a la psicología individualista moderna-; todo ello al margen del grupo o colectividad en que se está inmerso inevitablemente –como inmerso está el solista en la orquesta-. No hay texto sin contexto como no hay individuo sin colectividad, se quiera o no.
Por ello los ideales radicales del individualismo y del liberalismo, más allá de ser condenables éticamente –por insolidarios- son ante todo y en primer lugar falsos ontológicamente por partir de un modelo de hombre absolutamente falso. Falso por varias razones, primero por inexistente, porque ese hombre auto-construido, ideal del liberal, sin familia ni comunidad no ha existido nunca y nunca existirá aunque su familia o comunidad sean sustituidas por entelequias ciber-tecnológicas o por virtuales instituciones manejadas por los poderes estatales; segundo porque al pretender crear tal modelo de hombre en la práctica  se destruye lo que de verdadero hombre se posee, al quitarle al hombre su herencia –su pasado- se le quita todo, se extingue a ese hombre que es providencialmente hijo de sus antepasados y se fabrica algo que no es un hombre, sino un no-hombre, que es como denominaremos al sujeto egoísta, mezquino y profundamente roto interiormente fruto de la postmodernidad de aquí en adelante. Ya advertía Guénon que de llevarse a sus últimas consecuencias el error y desviación modernos se corría el riesgo de producirse una ruptura ontológica, un desajuste cósmico. Vemos como todo el deseo de la modernidad es atomizar al sujeto, monadizarle [3] para que sea una partícula –muy egocéntrica y orgullosa de sí, eso siempre- perdida en el infinito y que vaga a merced a las fuerzas omnipresentes del mercado.


  • Por otra parte el desprecio a la comunidad y al sentimiento de pertenencia a una colectividad, de participar en algo mayor que el ser individual y corporal, es decir el rechazo a la identidad entendida como algo que nos pone en común con otros y que es denominado despectivamente por la modernidad como ‘gregarismo’; algo que se entiende como falta de individualidad e iniciativa propia. Como si el colectivismo fuese un disvalor en sí. O como si la capacidad emprendedora fuera una cualidad común a todos los hombres por igual. Nada más falso.
Encontramos aquí de nuevo, como en el caso anterior, una negación absurda de la realidad ontológica humana, a saber: que no todos los seres humanos son iguales ni poseen iguales cualificaciones [4]. La consecuencia social de esto, negada por la modernidad es que la cooperación lleva a alcanzar cumbres que serían imposibles de alcanzar individualmente, pero la modernidad no cree en la cooperación, sino en el mandato, donde unos tienen el privilegio de mandar y despreciar a los otros, que se limitan a obedecer. Mandato no basado en una cualificación superior, en la que no se cree, sino en la pertenencia a una élite, por lo general económica. Es como si a la superioridad económica se le atribuyera superioridad en todos los demás ámbitos, cualidades o facultades con que ha de desempeñarse el ser humano a lo largo de la vida: inteligencia, valor, responsabilidad, ética... 

Es necesario que se vea esta realidad monstruosamente moderna que se oculta tras los ideales del igualitarismo y la homogeneización a toda costa. El modelo de Estado moderno que trata a sus ciudadanos como ganado y suplanta el papel que corresponde solo al Buen Pastor es el ejemplo final de este desprecio a la diferencia manifestada en los otros que define tan profundamente a la modernidad [5].


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Como puede apreciarse el paradigma moderno amenaza al individuo con la indiferenciación en la masa, con la opresión de la mayoría, justificando y naturalizando así el conflicto del individuo con la comunidad y promoviendo el individualismo, la rebeldía, la desobediencia a la colectividad y la competencia: solo hay un solista que lucha denodadamente por seguir siendo único y no perder su estatus. La problemática de la construcción del sujeto moderno está claramente servida aquí. 

Como vemos estas ideas están perfectamente vinculadas al ideario liberal e individualista que constituye la esencia más genuina de la modernidad, que frecuentemente da expresión verbal a un sentimiento social –que comporta un profundo desprecio hacia la común y lo que es de todos- que la música llevaba largo tiempo expresando sin necesidad de rimbombantes palabras ni rocambolescas filosofías. Por el contrario el paradigma tradicional era transmisor de otros valores, como veremos a continuación, pues en él, el sujeto no se sentía diferente al todo sino parte integrada e indispensable del mismo.

Por último hay que decir que la defensa de la subjetividad individual frente a la visión comunitaria –que es denigrada y vista como opresiva- nos conduce de pleno a la lucha contra toda jerarquía, el concepto de libertad moderno, lo cual es de origen netamente protestante, por lo que tiene de negación de la autoridad espiritual y obediencia al propio subjetivismo. El individuo debe construirse por oposición al grupo, mediante la negación de la autoridad y la abolición de toda jerarquía exterior a él.

La modernidad narra como nunca en la historia humana el conflicto entre el yo y los otros. Es de esperar que este viaje emprendido hacia las afueras de la existencia termine por cambiar por dentro al hombre y con ello el mismo paradigma de la modernidad. Pero esto es solo un feliz deseo, y debemos hacer todo lo posible porque el punto de vista moderno, hoy hegemónico, -caracterizado por ser egoísta [6] y profano- desaparezca lo antes posible. No es nada nuevo decir que occidente ha inventado al sujeto individual, preocupado solo por sí y ajeno a su comunidad, con todas sus consecuencias, y ello se ve reflejado como no podía ser de otro modo en las artes a que ha dado lugar la modernidad. Pero, por ejemplo, el equivalente en la pintura, el retrato moderno, donde no es raro encontrar incluso retratos carentes de contexto, carece de este matiz dramático y temporal que muestra el conflicto por llegar a ser, matiz que sí muestra de forma evidente la música clásica. El retrato pictórico muestra al sujeto ya constituido, triunfante –a menudo definido por lo que posee-, pero no muestra el proceso doloroso por el cual ha llegado a constituirse como sujeto independiente. La música clásica sí.

El nuevo paradigma clásico puso el énfasis en el conflicto de los temas musicales pero también en la estructura, esto es en el orden de la obra, curiosamente mucho más inamovible en la nueva música que en el anterior paradigma. Esto denota otro de los puntos fuertes de la modernidad: la obsesión por el orden y el control. 

Lo libre e impredecible no se considera deseable en la modernidad, promueve el desorden y es considerado generador estrés. 



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Contra lo que se suele pensar el paradigma musical polifónico era mucho más libre y permisivo, lo cual se muestra a la perfección en la forma definitiva que representa al viejo paradigma musical, si dijimos que el concierto era la forma arquetípica en que se expresaba el espíritu moderno en la música, su equivalente en el viejo paradigma polifónico era la fuga. La fuga es en el fondo una expresión de libertad, un diálogo –a veces impredecible- entre varias voces donde éstas se alternan, se combinan y en ocasiones se contradicen y hasta discuten, frente a la ‘forma sonata’ clásica, completamente encorsetada donde todo resulta a menudo áridamente ordenado, lógico y previsible. Por tanto encontramos aquí una prueba más de hasta qué punto nuevo paradigma musical otorgaba prioridad al orden frente a cualidades apreciadas en el viejo paradigma como la libertad de improvisación. 



La problematización de la adolescencia-juventud como espacio privilegiado de individuación. 


Otra realidad social que podemos asociar a este ideario del conflicto entre el individuo y  su colectividad es el tan cacareado problema de la adolescencia occidental, donde se hace tangible ese ‘proceso de individuación’ que señalábamos antes. Problema, la adolescencia, que solo es tal, precisamente, en occidente, donde al carecer de una comunidad estructurada que dote de sentido a la existencia humana e integre al individuo en un orden mayor al meramente individual –la comunidad-, el sujeto no es guiado por nada ni por nadie de la infancia a la edad adulta y debe buscar por sí mismo lo que le identifique como sujeto, es decir: debe auto-construir su identidad [7]; viéndose para ello obligado a elegir un poco a la carta entre toda una panoplia de lo más lamentable de ‘posibles identidades’ que le ofrece el poder, a cual más esquizofrénica y antinatural. 

Este carácter de auto-construcción del sujeto a la carta -que incluye aspectos tan impensables para el hombre tradicional como la religión o la sexualidad-, constituye la última cima del ideario progresista, para el cual la libertad suprema consiste en dejar de ser quien se es, dicho de otro modo llegar a ser alguien distinto del que se es por naturaleza, destino, providencia o como se quiera llamar. La modernidad no es sino una rebelión contra la naturaleza y su orden, que se siente como una intolerable imposición. 

Lo que se hace aquí es poner, aparentemente, en manos del individuo –con su consiguiente desestabilización- regiones psicológicas que antes estaban en manos de la comunidad y que ella definía y mantenía estables –al modo de unas reglas del juego social- integrando y construyendo con ello al sujeto. La sociedad moderna lejos de integrar, centrifuga al sujeto, lo expulsa fuera de sí con la excusa de que debe ante todo buscarse a sí mismo [8]. Como hemos dicho antes, dado que uno de los objetivos fundamentales del sujeto moderno es desvincularse de la opresión de los otros -simbolizados ante todo por familia y comunidad- incluso estas realidades deben ser construidas de nuevo, y así el sujeto se crea la ilusión de liberarse de todo lo que le venía impuesto de parte de los otros cuando lo que hace es acometer una destrucción nihilista de su propio ser cultural a través del permanente cuestionamiento de sí… Algo que no denota más que descontento hacia su realidad propia y que no conduce más que a severos problemas psicológicos [9]. Nos encontramos ante el núcleo mismo de la postmodernidad. 

Es decir, la libertad de la postmodernidad es la vida convertida en simulacro, en mascarada. A falta de contenidos más profundos, todas estas diferentes ‘identidades electivas’ –que muestran la penosa libertad de que disfruta el individuo moderno, carente de toda autonomía real, dependiente en todo del omnipresente ente estatal, pero feliz de elegir su sexualidad o la tribu urbana a la que vincularse…- proponen al hombre conductas que en su mayoría le destruyen como sujeto ético y comprometido con su sociedad: hedonismo radical, alcohol, drogas, banalización del sexo, consumo compulsivo… o trabajo competitivo. Todo este currículum le servirá al sujeto para asegurarse definitivamente de haber dejado atrás la ignominiosa infancia… No es de extrañar la tendencia del hombre moderno a identificarse con solo una parte de su vida y despreciar el resto de la misma, tomando esa parte por el todo. Un fruto obvio de la destrucción de la visión holística y comprehensiva de la vida y de la existencia, su atomización o fraccionamiento en porciones cada vez más minúsculas, algo a lo que ya nos hemos referido con anterioridad. Porque, en efecto, lo peor de la vida moderna no es la rutina, como repiten hasta la extenuación los psicólogos modernos –médicos que padecen los mismos males que proclaman curar…- sino el sinsentido, la carencia de objetivo vital, por el que vivir pero sobre todo por el que morir; sinsentido que tiene mucho que ver con el hedonismo como fin único de una existencia -abocada en todo tiempo y lugar a la muerte, quizá el único tabú que queda en la postmodernidad- y que se da la mano con la temible incapacidad para el sacrificio del hombre moderno.

Sea como sea el hecho es que la adolescencia entendida como conflicto y enfrentamiento contra el mundo de los adultos es un problema en y solo en occidente, y como tal problema es vivenciado por los jóvenes, por sus familias y por la sociedad misma como colectividad. 



La fragmentación de vida y sociedad como carácter central de la postmodernidad. 

Esto no hace sino descubrir con claridad la incapacidad de la modernidad para construir y formar sujetos fuertes, equilibrados y valiosos para su comunidad, hombres ‘hechos y derechos’ dirían nuestros abuelos; aquí van como anillo al dedo aquellas palabras de Platón: los griegos siempre seréis niños [10], pero que pueden aplicarse hoy desgraciadamente a todos los hombres modernos casi sin excepción. Si echamos la vista atrás a generaciones todavía no tan lejanas veremos la distancia que nos separa de ellos en capacidad de trabajo, lucha, responsabilidad en el desempeño del oficio y entrega. 

La educación moderna con toda su sobre-socialización y su homogeneización consigue debilitar y mermar las mismas potencias que debieran ser empleadas en construir y definir a esos hombres en tanto que tales: se trata de una verdadera destrucción sistemática –generación tras generación- de las mayores potencias de una sociedad, sus jóvenes, que en vez de ser formados y dirigidos a fines comunes son apartados y segregados dentro de la categoría ‘juventud’, adiestrados en el egoísmo, la competencia y la insolidaridad, tutelados por el Estado y tachados constantemente de incapaces, de irresponsables, de no preparados, de ‘faltos de experiencia’ (¿?), a la vez que no se les permite participar y son separados de la sociedad hacia zonas de exclusión consistentes en extraños ¿ocios? diseñados especialmente para su perversión [11] y que son definidos como ‘para jóvenes’, como si la juventud debiera ser naturalmente separada del resto de la sociedad –una aberración que nunca tuvo lugar en la historia- y consistiera -o debiera consistir idealmente- en una bacanal permanente, un festival de alcohol y drogas variadas, así por ejemplo la cultura del ocio nocturno, o la noche entendida por los jóvenes como ámbito exclusivo de la diversión [12]

Ninguna sociedad ha osado nunca despreciar a la mayor parte de sus miembros como ésta desprecia a los suyos negándoles la normalidad: casi cada sujeto participa de algún tipo de excepcionalidad la mayor parte de su vida, cuando no es por ser joven, es por ser viejo, cuando no por ser hijo, es por ser padre, parado, jubilado, homosexual o heterosexual, hombre o mujer, o cualquier otra categoría creada que le separa ad infinitum de sus semejantes, estableciendo fronteras legales para con el resto. Lo más paradójico es que se cuestionan las categorías tradicionales argumentando que son construidas...

Se habla más que nunca de ‘igualdad de derechos’ pero nunca los individuos han sido menos iguales en valor a ojos de su sociedad. Todo ello planeado con la intención de destruir todo vínculo entre ese individuo y el resto de su sociedad, de cortar todo cordón umbilical que aun le una con su comunidad y así pueda ser dirigido y tutelado más fácilmente, sin resistencia, por parte de las invisibles fuerzas de la superestructura estatal. El individuo así aleccionado ya no ve la comunidad como refugio de semejantes sino como amenaza repleta de enemigos y competidores, hasta aquí nos ha traído el ideario liberal, individualista y neo-darwinista. Ninguna sociedad se permitió nunca el lujo –si lujo puede llamarse a semejante necedad e irresponsabilidad- de despreciar y apartar a los mejores y más capaces miembros de su sociedad, los jóvenes, aquellos en cuya mano está la pervivencia de la sociedad misma por lo demás. No solo los desprecia sino que los trauma y los destruye obligándoles a competir entre sí en vez de colaborar, convirtiendo la vida misma –incluyendo algo tan básico como conseguir un empleo- en una pelea de arrabal en que vence el más hipócrita y el que mejor miente. ¿Quién puede extrañarse que los jóvenes se conviertan en sociópatas –por usar la repugnante terminología acuñada por la psicología moderna-? ¿Quién querría participar de una (pseudo-)sociedad así? 

Por primera vez en la historia los niños y los jóvenes de la sociedad no son considerados una riqueza incondicional para toda la comunidad sino una carga, un peso, un problema. Esto, ya de por sí constituye una profunda anormalidad. En pleno delirio economicista, los padres se refieren a los hijos como un lujo caro, los matrimonios discuten y pactan si se pueden permitir tener más hijos, o hasta cuántos pueden llegar, hecho que parece cada vez más comparable a adquirir un bien de consumo. Así las cosas no es impensable que en un futuro próximo los padres deleguen voluntariamente en el Estado –el nuevo Dios Padre- la crianza y tutela de los hijos… será un nuevo caso de liberación, la conquista de un nuevo derecho... 

Estamos ante un verdadero mecanismo de segregación y amputación social que consiste en laminar la sociedad en porciones cada vez más artificiales –estamos hablando de segregarla por sexos y edades, ni más ni menos- y por ello mismo más dependientes, menos autosuficientes: viejos, jóvenes, mujeres, hombres, niños, emigrantes, inmigrantes, parados, empleados-, sin dejar que se mezclen entre sí y, si es posible, enfrentándolos mutuamente en la lucha por los recursos que solo el Estado y el capital atesoran, recursos de los caen limosnas como benditas migas que cayeran del banquete celestial, quedando todas estas fracciones sociales sin capacidad de respuesta y a merced de la superestructura o institución de turno: 


divide y vencerás.

Es la consigna.


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[1] Por poner un ejemplo obvio de lo que indicamos: ante el impulso artístico de pintar, no es lo mismo elegir hacerlo sobre un lienzo rodeado por un marco que en una pared de la calle, ambas opciones poseen poderosas significaciones.
[2] Atención al uso de la categoría de género en la definición de los temas.
[3] Acéptese el neologismo.
[4] Es esto algo providencial, pues con ello la Providencia se asegura que los hombres se necesiten mutuamente, y con ello se hace posible el bien a que da lugar la vida en común, que de otro modo carecería de sentido, bien cuya búsqueda persigue toda sociedad normal y tradicional.
[5] Creemos que este desprecio a la diferencia, y en el fondo al otro, puede ser fácilmente malentendido, pues la modernidad se ufana de ser multicultural. Algo profundamente falso. Al idolatrar el punto de vista particular y subjetivo del yo, es decir el ego, la modernidad cae en el error de considerar su subjetividad no como un hecho más entre otros iguales, un punto de vista único pero paralelo a otros no menos únicos, sino como un hecho especial e irreplicable. Sin duda cada individuo es único e irrepetible pero esto no le quita valor a los otros, por el contrario, bien entendido, se lo da. Mal entendido estamos ante el antiquísimo pecado de orgullo, de pensar que nuestra posición en el cosmos es más privilegiada que la del otro.   
[6] En cuanto rinde culto al ego individual, al cual sirve.
[7] Paradigma del ideal de libertad moderno: elegir lo que quiero ser, como si todas las posibilidades fueran posibles, lo cual es absurdo; o como si lo que se sea ‘de mayor’ (en expresión empleada popularmente por los niños) no tuviera que ver con quién se es desde el mismo nacimiento, pues no es sino su consecuencia lógica e inevitable.
[8] No debe descartarse que la obsesión viajera que es ya una seña de identidad del hombre moderno no guarde alguna relación con este carácter centrifugador de la modernidad.
[9] Sobra referirse a las innumerables dolencias psíquicas de nuevo cuño que aparecen sin parar en los países más desarrollados pero muy en particular los trastornos depresivos y maníacos…
[10] Timeo.
[11] En el sentido exacto de la palabra: ser algo empleado para un fin que no es el suyo.
[12] La noche como evasión y olvido de la realidad, el día como desierto y castigo, como una realidad insufrible de trabajo y rutina repetitiva que no se quiere vivir, todo apunta una vez más a ese carácter maníaco, bipolar, de la sociedad occidental, un carácter desintegrador, en tanto que nada está integrado. 
El gusto por el espectáculo lamentable del cine moderno que muele las conciencias cual rueda de molino, al que tan aficionados son nuestros contemporáneos, para su mal, vivido del único modo que puede vivirse, es decir como espectador pasivo, es algo también digno a tener en cuenta en este sentido de evasión de la realidad subjetiva personal, de negación de la singularidad, responsabilidad y capacidad de decisión propias. 


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