miércoles, 3 de diciembre de 2014

Reflexiones sobre dos paradigmas musicales (II)


Es aquí donde queremos llegar, pues si bien se ha hecho énfasis en la importancia que tuvo la nueva música en la imagen auto-construida de la nueva sociedad burguesa se ha dado en general muy poca importancia a las implicaciones psicológicas -e incluso filosóficas y retóricas, en tanto que discurso- que dicha música trajo consigo para la sociedad europea. 

Digamos tan solo unas breves palabras sobre las connotaciones sociológicas que supuso el nuevo gusto musical. El nuevo paradigma musical se identificaba desde su mismo origen –allá por los siglos XIV y XV- con las nuevas clases ricas comerciantes, las primeras élites capitalistas que aprovecharon convenientemente la gran crisis del siglo XIV, y por ello el nuevo paradigma musical y artístico fue sin dificultad asociado durante el siglo XVIII a la imagen de la burguesía triunfante. 

Asociación ésta, entre el nuevo gusto musical y el también nuevo poder económico y político burgués, que la música llamada 'clásica' aún conserva hoy en día, pues sigue siendo asociada a la burguesía en el imaginario colectivo y teniendo escasa o nula valoración entre las clases bajas y obreras. Éste es uno de los aspectos que explican la creación de una nueva 'música de masas', específica para las anti-élites proletarias: la música popular o ‘pop’; ya que según los criterios democráticos y modernistas también estas ‘clases inferiores’ deben participar de alguna forma –por esperpéntica que sea- en la sociedad del espectáculo creada por el nuevo orden burgués y cuya primera gran ‘puesta en escena’ no fue otra que la revolución misma.

Aquí la música se establece como un claro criterio social, de clase, acentuado aún más si cabe por el desprecio fomentado desde el poder hacia la verdadera música popular de antaño, asociada a nuestros ancestros y a la tierra –a un modo de vida pre-moderno, por tanto- y la cual podía aun recordar a las clases bajas proletarias sus auténticas raíces -raíces que era conveniente arrancar con la mayor prontitud para hacer de ellos ‘ciudadanos modernos’, que es como decir desarraigados- y cuyos restos ahora se denominan a veces música folclórica, ‘folk’ o tradicional. En esta manipulación del gusto individual convertido en moda cultural, la idea de ruptura con el pasado, de refundación -y por ello mismo su carácter anti-tradicional- se hace patente.

Se ha dicho muchas veces que la revolución francesa no fue sino una escenificación de un cambio social que ya hacía tiempo se había producido, una representación, si bien un tanto grotesca, mediante la cual la nueva sociedad salió finalmente a la luz, aunque bañada en sangre. Es evidente que el objetivo político de la burguesía no era otro que zafarse del control a que la sometía el viejo orden social por lo cual fue prioritario desprestigiarlo por todos los medios que estuvieran al alcance. 

Para lograr tal fin la propaganda moderna se movilizó en todos los frentes, no solo en el político y en el filosófico, como se suele considerar, sino también de forma muy notable en el frente simbólico constituido por el arte [1]. En todo caso, a lo largo del siglo XVIII y con el aparato de propaganda burgués en marcha, la vieja música polifónica fue inevitablemente asociada al Antiguo Régimen y poco a poco marginada. Pueden rastrearse aquí reminiscencias del secular enfrentamiento entre los países protestantes que se aferraron a la reforma –donde hubo intentos mesocratizadores que combatieron desde muy pronto la polifonía-, y los países católicos que impusieron su contra-reforma como mecanismo de protección, dando con ello nacimiento al absolutismo y al denominado Antiguo Régimen [2]. Sea como sea, el papel social de la música en todo este período, desde la reforma protestante hasta el triunfo de la casta comerciante representado espectacularmente por la burguesía revolucionaria, está ampliamente documentado y estudiado. 

Como ya dijimos, ambos paradigmas musicales convivieron durante más de doscientos años, el viejo canon musical sacro cuyo origen hay que buscarlo en la polifonía vocal medieval practicada originalmente en los monasterios fue perdiendo terreno y dejando paso progresivamente al nuevo paradigma, basado en la importancia del instrumento antes que en la voz humana. 

Este hecho sugiere otra reflexión: para el viejo paradigma polifónico el primer instrumento musical, por dignidad y derecho, era la voz humana [3]; por ello no es descabellado decir que mientras el viejo paradigma trataba a menudo el instrumento musical como una voz [4], primero al darle el papel de acompañarla sin ocultarla y después al buscar sonoridades y timbres instrumentales que emparentaran su sonido al sonido humano, el nuevo paradigma palaciego hacia lo contrario, empleaba la voz humana –por ejemplo en la ópera- como si de un instrumento se tratara. Así, mientras la vieja visión musical ennoblecía el instrumento, la nueva cosificaba e instrumentalizaba al intérprete.  

Otra característica contrastante entre ambos paradigmas es el hecho de que la nueva música se dirigiera a un público cada vez más amplio, ya desde su comienzo buscó ser masiva –es casi tentador decir que, en su afán por llegar a todos, buscaba ser más democrática- mientras la vieja música polifónica, entre otras cosas porque su propio carácter sutil no se lo permitía -a riesgo de enmarañarse las voces y perderse su esencia polifónica-, se dirigía salvo contadas excepciones a públicos más restringidos y a ambientes más íntimos. 

El nuevo paradigma musical, como toda la modernidad europea, se construyó en buena medida por confrontación con las reglas que regían el discurso anterior, lo que allí era privado pasaba a ser público, lo que allí era íntimo pasaba a ser masivo [5]. La nueva sociedad, regida por una nueva élite, capitalista y ostentosa, portaba una nueva sensibilidad, especulativa y exhibicionista como nunca se viera antes, y requería de nuevos medios para extender su dominio ideológico a todas las gentes: el mundo como competencia, la vida como triunfo. Y de nada vale un triunfo privado o silencioso, el auténtico triunfo moderno ha de ser a la vista de todos: en este nuevo orden si no se consigue un triunfo público y visible puede decirse que la vida ha sido en balde. Nacía la sociedad de masas, que acabaría conduciendo inexorablemente al auditorio como territorio exclusivo donde hacer música, como ya dijimos. 

El nuevo paradigma musical burgués e ilustrado, basado en la confrontación instrumental, en el volumen antes que en el contenido, en la fuerza más bien que en la sutileza, en el virtuosismo antes que en el detalle y el diálogo, comportó desde su origen cierto carácter revolucionario y por ello anti-tradicional –si bien no absoluto- pues hacía énfasis en la innovación y en el alejamiento de los modos de hacer música anteriores. 

Esta oposición al pasado -a los maestros- en cuanto autoridad, si bien muy obvia no era absoluta, de hecho se combinó con una constante relectura de los maestros, Bach es un buen ejemplo de ello. Ya Mozart al final de su vida inició una incipiente recuperación dicen que a instancias de ciertos círculos masónicos –y que no tuvo seguimiento tras su muerte- del trabajo contrapuntístico del maestro de Leipzig. Tras él se suele citar a Mendelssohn como el gran recuperador de la figura de Bach, pero lo cierto es que son muchos los grandes compositores –por ejemplo Beethoven o Brahms- que volvían una y otra vez a los viejos maestros y de entre ellos sobre todo a Bach. 

Incluso el más reciente fenómeno de la corriente historicista -que ha llevado a importantes cambios en el mundo de la interpretación y que ha modificado definitivamente la apreciación musical por parte del público, abandonando el gigantismo que había sido hegemónico por más de cien años-, tomó como punto de partida y eje de su movimiento al mismo Bach. Así, siendo éste considerado con acierto como el último maestro de una tradición ya muerta y desaparecida –irrecuperable en su esencia- ha servido constantemente de inspiración a toda la modernidad, e incluso a la postmodernidad más radical, la que reniega de sí misma y vuelve la vista al pasado. Lo cual no evita que en realidad pertenezcan a paradigmas musicales diferentes, si bien este hecho no es habitualmente reconocido y generalmente se pinta la historia de la música clásica –como por otra parte toda la historia de occidente- como un continuum

Este fenómeno ya fue indicado por Kuhn en los años ’50 del pasado siglo: buscando su propia legitimación todo cambio de paradigma es presentado como una relectura o reinterpretación de lo anterior, nunca como una ruptura con ello, los maestros anteriores son presentados como precursores y no como pertenecientes a una tradición y realidad distinta [6]. Precursor es aquí la palabra clave. Incluso Leonin y Perotin –los primeros nombres propios asociados al contrapunto medieval- son presentados como precursores de la música clásica cuando lo cierto es que su realidad y su concepción musical bien podrían calificarse de inconmensurables [7] con las de Mozart o Beethoven. Plantearles como precursores del fenómeno musical moderno es una pura fantasía pero conforma un bello discurso histórico, sembrado de evolucionismo y progresismo. La historia entendida como progreso lineal y teleológico que tanto gusta a la modernidad. 

Esta búsqueda de legitimidad en un pasado y una tradición que han sido traicionados es mucho más frecuente y evidente si cabe en el ámbito de las artes que en el de la ciencia, en las bellas artes desde el renacimiento hasta el siglo XX todas las corrientes han hecho mención a un pretendido retorno a los orígenes y a la ‘era clásica’ del arte, convertida para la modernidad occidental una suerte de ‘edad de oro’ [8]. La música clásica, incapacitada por motivos obvios de recuperar la herencia musical clásica hacía mención para legitimarse al contrapunto medieval -caso único en todo el arte occidental para el que la edad media no pasaría de ser considerada un pozo de horrores y primitivismo- cuando en realidad la relación entre ambas concepciones musicales es más bien comparable a la de un hijo que hubiera devorado a su padre.







[1] El análisis pormenorizado del papel político del arte como agente creador de conciencia identitaria y de cohesión social –una de las funciones básicas del hecho artístico- está aún por hacerse.

[2] El Antiguo régimen debe ser entendido como un período en que la iglesia y la nobleza se alían y se enrocan para defender su posición privilegiada frente a los nuevos poderes sociales emergentes. Es por tanto un tiempo en el que tales poderes están ya profundamente debilitados y el orden social mismo en franca decadencia, al borde de la disolución. 

En cuanto a la discusión acerca de la polifonía y la contra-reforma, recientemente se está revisando la posición al respecto del Concilio de Trento. Como es sabido, hasta fechas muy recientes se asumió que hubo una crítica de la misma por parte del Concilio –incluso se ha hablado en ocasiones de una prohibición explícita de la polifonía en los usos litúrgicos- debido a su extremada complejidad e ininteligibilidad para los fieles, que según se argumenta no podían entender lo que se cantaba. El caso es que, aunque parezca difícil de creer, lo que determinó el Concilio a este respecto aún no está nada claro. 

En primer lugar debemos reflexionar que, de haber sido como se aceptado comúnmente, ello habría supuesto una claudicación por parte de Roma ante las exigencias simplificadoras de los reformistas y la aceptación por parte del Concilio de una influencia protestante, justo aquello que se quería combatir. Por si fuera poco, en algunas regiones protestantes, las calvinistas en particular, y en vista a facilitar la participación de los fieles en la liturgia –el sagrado rito entendido como asamblea…- la polifonía fue rápidamente abandonada. Tenemos aquí otro ejemplo de cómo la búsqueda de la cantidad conlleva una merma en la calidad y una simplificación. 

Lo cierto es que, fuera cual fuera el sentido en que se pronunció el Concilio con respecto a este asunto, fueron los países católicos los que siguieron practicando polifonía de la más alta calidad durante más de un siglo. Hasta tal punto fue así que algunos compositores ingleses renacentistas hicieron uso de la polifonía en la divina liturgia como forma de visibilizar y reivindicar su catolicidad, en un país que no destacó precisamente por su permisividad hacia la minoría católica, lo que demuestra claramente las connotaciones sociales, políticas e identitarias que ya entonces se asociaban a la polifonía vocal y que iban mucho más allá de cualquier gusto musical: la música como tal poseía un significado social y político.   

[3] En sentido literal y también en sentido simbólico. Literal porque fue cantando como los monjes cantores descubrieron y cultivaron la polifonía. Simbólico porque la voz es el medio -el instrumento- que Dios ha dado al hombre para que cante alabanzas hacia Él, y porque, además, la voz humana es un instrumento que no precisa de ser fabricado, es lo que es por naturaleza; es decir, la voz humana es el instrumento por antonomasia de toda la creación.  

De manera acorde a este planteamiento, en la edad media, los demás instrumentos se ordenaban jerárquicamente en función de su proceso de fabricación que les alejaba más o menos del ideal divino. Por estas razones simbólicas había instrumentos nobles, aptos para cantar a dios –y que podían entrar en la iglesia, el arpa, la cítara, el órgano, la zanfoña, en general los de cuerda y algunos de viento- y otros que no eran aptos para tal fin (en particular los que requerían de un sacrificio animal para ser fabricados, véase el tambor, la gaita, etc.).

[4] Por herencia de este origen aún se denominan voces a las diferentes melodías que presenta un contrapunto.

[5] Comentario aparte merece la llamada Música Reservata, propia de los siglos XVI y XVII, música creada por un compositor para uso exclusivo de una persona –el mecenas- y su familia, de modo que no podía interpretarse fuera de ese contexto familiar. Este es el ejemplo que resume mejor el espíritu intimista tradicional en oposición al gusto masivo de la modernidad donde este exclusivismo es condenado y perseguido bajo el eslogan de la pretendida ‘democratización’, democratización que no es más que una masificación mediocre. Con la persecución del arte así entendido el nuevo orden burgués solo mostraba su odio de clase, su envidia y su ansia por lograr unos privilegios que hasta entonces se le escapaban. 

Quizá esté relacionado con todo ello la manía moderna de exhibir el arte, colgándolo siempre que sea posible –sin importar su valor ni su contexto- a la vista de todos, lo mismo una virgen románica que una momia egipcia... todo es objeto de la mirada inquisitiva del insaciable hombre moderno. En contra de lo que muchos de nuestros contemporáneos creen, esta actitud, lejos de ser una democratización del arte, supone más bien su envilecimiento, privando con ello al arte del contexto que le otorga su valor y significado. Pero reflexionar sobre el horror que supone el museísmo moderno nos alejaría de nuestro tema. 

En todo caso, de ser cierta esta reflexión que hacemos la conclusión resulta bastante obvia: que la burguesía en el fondo odiaría el verdadero arte –y de hecho lo ha prostituido para sus fines en los últimos siglos- pues de no ser sometido el arte a la todopoderosa ley del valor resultaría ser una realidad potencialmente muy peligrosa para sus intereses de clase, sobre todo en lo que se refiere a su dimensión como instrumento para transmitir ideas y valores.

[6] Kuhn, T. “La estructura de las revoluciones científicas”.
[7] Por usar el término acuñado por Kuhn.
[8] Este considerarse como heredero legítimo de la gran tradición clásica grecolatina es un lugar común de todas las corrientes artísticas y humanistas de occidente, y señala un carácter digno de ser investigado. Denota sin duda un rechazo al pasado más directo cristiano. Curiosamente esta referencia tópica llena de idealismo y prejuicio hacia la cultura clásica suele ir acompañada de un profundo desprecio por la edad media, a menudo reconocida más o menos explícitamente como la ‘bestia negra’ de la modernidad. 


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