martes, 10 de junio de 2014

Edad moderna vs. edad media (III)




El valor de lo femenino.

Entre los diferentes pares de opuestos que pueden asociarse a los pilares 'del control' y 'la emancipación' hay uno que forma parte de la interpretación más tradicional de los opuestos: la polaridad masculino-femenino

Esta polaridad cobra especial relevancia cuando reparamos en que va asociada en la modernidad a otra: razón-superstición. En efecto, para la modernidad -que ha sido acertadamente calificada de misógina por numerosos autores- la razón -y por consiguiente todas las disciplinas científicas de carácter moderno que le son deudoras- se encuentra clarísimamente asociada a lo masculino y al varón, mientras las ideas asociadas a lo irracional, como superstición, creencia o intuición, así como todas aquellas que remiten al ámbito religioso, caen del lado de lo femenino y la mujer. 

Estas constelaciones de significados resultan aún más evidentes cuando las analizamos en referencia al discurso histórico construido desde la modernidad y que ya hemos expuesto anteriormente. Este acercamiento nos interesa especialmente para entender el carácter que se ha atribuido a la edad media, carácter que, como veremos a continuación y en tanto contra-ejemplo histórico de la modernidad misma, ha retenido buena parte de los significados y valores asociados con lo femenino en el mundo tradicional. 


En la construcción histórica de la modernidad es innegable que edad moderna y edad clásica han constituido el 'polo racional', asociado con la luz -muy a menudo se emplea la expresión 'luz de la razón'-, mientras que la edad media ha formado su contra-parte irracional y oscura. Semejantes juicios, muy del gusto moderno en su reduccionismo y simplismo, implican dos errores: 

  • en primer lugar la confusión respecto a la facultad racional.
  • en segundo lugar el olvido completo de la facultad intuitiva o intelectiva, de orden superior a la facultad racional. 


La facultad racional es una facultad analítica, que corta y divide la realidad, comparable al bisturí que emplea el científico al diseccionar su objeto de estudio, lo cual la aleja radicalmente de la percepción intuitiva del noúmeno que persigue toda teoría del conocimiento tradicional. La facultad racional además está relacionada con la reflexión -facultad que opera en la mente- pues conlleva una re-ordenación interna del conocimiento adquirido por otras vías. Esta reflexión emparenta simbólicamente la razón con la luna. Siguiendo esta analogía diremos que la razón carece de luz propia, y solo puede emplear la luz que le viene dada de otro lugar, fuente verdadera de toda luz. En efecto se trata de la luz del Intelecto -o Buddhi- que es la luz verdadera que hace posible el conocimiento y que en el orden simbólico es representado en todas las tradiciones por el astro solar. 

En definitiva, la mistificación de la facultad racional llevada a cabo por la modernidad no solo implica un error gnoseológico que cercena el conocimiento de la verdad, es sobre todo una inversión de la verdadera jerarquía de las facultades humanas -al situar la facultad racional por encima de la facultad intelectual y equipararla simbólicamente al sol- y por tanto constituye un ataque contra-tradicional en toda regla contra el orden normal del conocimiento. Esta impostura ha llegado a tal grado que los conceptos intelectual y racional han venido a confundirse en la retórica moderna, e intelecto y razón son a veces empleados como sinónimos. La realidad es que no lo son para nada y la diferencia entre ellos es la misma que hay, como ya hemos dicho, entre la fuente real de la luz -el sol- y su reflejo en un espejo -la luna-. Nadie diría que son iguales -aunque la luz, en tanto luz que es, sea siempre la misma- ni tampoco que la luna ilumine más que el sol, opinión que constituiría precisamente la inversión anti-tradicional que venimos diciendo.    

Dicho esto cabe preguntarse si la civilización medieval era realmente irracional, supersticiosa y oscurantista o si, al poner el énfasis en una facultad por completo ignorada por el hombre moderno, como es la Intuición pura, no resulta a ojos de la modernidad absolutamente incomprensible. Como se ha dicho otras veces los acercamientos a la realidad desde uno y otro paradigma han de considerarse como inconmensurables, lo cual no impide, como es evidente, el uso como propaganda política de las imágenes construidas acerca de la edad media por parte de la modernidad.  




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Ahora bien, cuando nos dirigimos al núcleo ideológico del paradigma moderno, conformado sobre todo en la era ilustrada, se aprecia cómo conceptos tales como irracionalidad o intuición son sistemáticamente asociados a la mujer y a lo femenino. Y así sucede por ejemplo con ideas mucho más claramente ofensivas como son la superstición o la brujería... 
  
En este sentido, y antes de analizar si semejante dicotomía es trasladable a la edad media, ¿cómo no ver en las 'cazas de brujas' de la era barroca -precisamente el período en que se estabilizan las naciones-estado en Europa- una lucha simbólica contra lo que significaba la mujer y lo femenino en el orden moderno europeo, y aún más concretamente, en el mundo rural europeo

Los episodios, comunes a toda Europa occidental y a sus colonias de Norteamérica, de la 'caza de brujas' nos ponen sobre una pista definitiva: mujer y mundo rural han concentrado los ataques más virulentos provenientes del núcleo duro de la modernidad, caracterizado precisamente por encarnar los valores del 'pilar del control': híper-racionalismo, cientifismo, tecnicismo, desarrollismo y progresismo, etc... todos ellos valores asociados a la masculinidad. No es casualidad que la 'caza de brujas' se originara y tuviera mayor intensidad precisamente en las regiones que se habían acogido con más fervor a la Reforma protestante, que son precisamente aquellas en que tuvieron su origen el capitalismo y la revolución industrial. Abundando en esto es sabido el severo mazazo que supuso el avance del puritanismo de los países del norte de Europa para todas las mujeres del continente europeo, que fueron completamente desterradas de toda presencia en la sociedad, pero sobre todo para aquellas que pertenecían a las nuevas clases sociales, burguesas y adineradas, que son quienes, en la modernidad, siempre han llevado la voz cantante, marcando las tendencias y modas de toda la sociedad. Entre las clases populares esta misoginia siempre fue mucho menor -aunque tan solo fuera en el peor de los casos como mera estrategia de supervivencia, era necesaria la colaboración y el reparto del trabajo y la responsabilidad- y, cuando aconteció, no fue sino por imitación de las clases populares hacia las élites burguesas. Un ejemplo de esto en la historia de España fue la resistencia popular del pueblo español contra la invasión francesa -mientras las élites políticas y económicas claudicaban y pactaban ante el invasor-, resistencia en la que el papel de las mujeres fue decisivo y capital, como es ampliamente aceptado y reconocido por numerosos autores. 




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Lo que queremos señalar con estas reflexiones es, ante todo, cómo ciertas construcciones sobre la mujer y lo femenino, que en nuestra cultura se asume a menudo acríticamente que son 'desde siempre', a veces incluso se insinúa que es así desde el origen de los tiempos, en realidad son bastante recientes y sobre todo son muy modernas en su esencia, pues obedecen al mismo impulso 'de control' sobre el 'polo de la emancipación'. 

Si hemos dicho ya que la modernidad fue ante todo la victoria de la centralización y la homogeneidad y que supuso por ello una destrucción sistemática de la diversidad cultural -europea primero y mundial después mediante el proceso globalizador-, del mismo modo puede decirse que la modernidad se asentó desde su origen sobre la dominación radical de lo femenino por lo masculino. Y lo mismo puede decirse del mundo rural, expoliado a la vez que despreciado por el mundo urbano. 

Por ello, la conclusión aparece obvia: tanto el mundo rural como el polo femenino de la cultura-sociedad han encarnado para el paradigma moderno los valores del 'pilar de la emancipación'. Y ello ha sido con razón pues mujer -en el sentido de mater familias- y mundo rural han sido efectivamente los últimos bastiones que han resistido a la modernidad y defendido la tradición -entendida aquí no solo en un sentido espiritual, que también, sino incluso en un sentido simplemente cultural, de respeto al propio pasado y a los ancestros- en Europa. Mujer y mundo rural han supuesto las últimas reservas de otros saberes, de otros pareceres, de otros modo de ser, sentir y vivir, ante la incontenible marea desarrollista moderna y su cultura del olvido y el borrado sistemático del pasado. Porque lo peor de la modernidad no es tanto su obsesión por el progreso técnico -que no pasa de ser algo en el fondo ridículo- como su odio al pasado y su afán por reinventarlo todo -carácter que la modernidad denomina innovación-: desde historia y tradiciones, hasta la misma noción de sujeto... para lo cual es necesario antes destruir, demoler y borrar lo que ya había. Como advirtiera Orwell, la nueva historia, el nuevo horizonte de la modernidad solo será posible y aceptado por todos si se borra por completo cualquier rastro de una cultura anterior que pudiera significar una alternativa. 




La tabula rasa, metáfora moderna del alma humana y la 'cultura del palimpsesto'.

Para la modernidad cada ser humano viene al mundo cual tabula rasa -según la metáfora mecanicista tan querida por los filósofos empiristas y que los psicólogos conductistas llevaron al delirio- listo para ser programado y adoctrinado a discreción. Pero como ese venir al mundo en blanco no es más que una fantasía moderna más, completamente irreal, se trata entonces de borrar lo que ya hay, cualquier herencia del pasado y de los antepasados. [1] Y, siendo la familia el contexto tradicional en que se produce toda herencia -biológica, cultural y material-, ésta constituye el enemigo por excelencia de todo el afán nihilista moderno. Por eso la mejor metáfora de esta cultura del olvido desarrollada por el paradigma modernista no es en realidad la tabula rasa como se ha sostenido en ocasiones, ya que tal alma humana rasa e inmaculada lista para engullir la papilla educativa moderna es una pura entelequia, sino los palimpsestos medievales, de los cuales se borraba un texto anterior mediante técnicas de lijado o decapado para luego reescribir encima. Nos encontramos entonces ante una 'cultura del palimpsesto', ésta es la mejor metáfora que describe la neo-cultura de la modernidad, donde la vieja técnica del decapado se aplica ahora al alma humana como una novísima técnica de limpieza intelectual. La modernidad, que siempre ha deseado ser su propia madre y su propio padre y no tener nada que deber a pasado alguno, aplica como estrategia de desarraigo el borrado sistemático de la historia y su eventual re-escritura -una vez más algo muy orwelliano. 



La necesidad de tener una historia.

En este sentido no deja de resultar llamativo que precisamente ahora, cuando hay tanto interés por pueblos y sociedades del pasado remoto y se exponen a la luz sin ningún pudor todos sus restos, humildemente ocultos durante miles de años, nadie tenga el menor interés ni la menor idea por quiénes fueron o a qué dedicaron sus vidas parientes no tan lejanos en el tiempo como pueden ser sus bisabuelos. Frente a las genealogías clásicas de toda civilización tradicional, donde cualquier individuo era capaz de recitar de memoria una larga lista de ancestros y sus hazañas, remontándose muchas generaciones en el tiempo, ahora observamos no solo un olvido sino también un desprecio por el pasado familiar. No importa el origen concreto, ni de dónde se viene. Es un buen ejemplo del borrado de la memoria que ha traído consigo la modernidad. El individuo moderno, completamente atomizado, nacido de la nada, sin árbol genealógico -lo que habría sido considerado una verdadera maldición para el hombre tradicional-, un individuo que, al haber sido cortados todos sus nexos con su pasado se aferra a la ilusión de construirse a sí mismo, cuando la realidad es que, destruidas las estructuras que antes le conformaban, ahora es construido y dirigido desde nuevas instancias. Este hombre moderno es la inversión final del nómada del principio de los tiempos, si aquel siempre sabía cual era su origen y podía volver a él, éste parece haber nacido hoy mismo, carece de historia que le ligue personalmente a nada, carece de una realidad significativa que le ancle firme y espiritualmente a algo: una cultura, un lugar, un paisaje. Toda la historia que se nos permite tener es la historia académica, fría e impersonal, y por lo tanto inútil. Todo conocimiento que no nos ayude a ser más felices es un conocimiento inútil. 

El hombre moderno es ante todo un hombre sin pasado, sin contexto, sin memoria, sin raíces... un hombre desarraigado, que flota en el limbo postmoderno del fin de la historia. Y es por ello que busca sus raíces bajo el suelo, escarbando cada vez más profundo, a fin de ilusionarse con construir una historia que le implique, que le toque personalmente. Ante la necesidad de tener una historia, unas raíces, el hombre moderno las crea en un discurso por completo construido acorde a sus prejuicios más descarados: evolucionismo y progresismo. En el fondo la búsqueda y re-construcción de ese pasado histórico e impersonal que implican la antropología y la arqueología es finalmente la búsqueda de la familia y el hogar perdidos, una familia y un hogar que la modernidad le niega. Tal búsqueda es consecuencia directa de la nostalgia por las canciones, leyendas y cuentos a la luz de la hoguera que todavía conserva cualquier pueblo que merezca ser llamado tal.  

Puesto que la civilización moderna se ha construido a sí misma revelándose contra su pasado -simbólicamente sus mayores-, igual debe hacer cada individuo de esta sociedad replicando en su escala el patrón de todo el grupo. La falta de respeto a los mayores -signo anti-tradicional por excelencia condenado explícitamente en la Biblia y en el Corán, por poner dos ejemplos- y a la sabiduría ancestrales -no positivistas o no aprobadas académicamente-, unido a la mistificación de la juventud, con sus disvalores de frivolidad, culto a la belleza pasajera, hedonismo, apariencia -juicio basado en lo exterior- y ante todo el fenómeno, invertido e inversor de la personalidad, de la moda -el culto al cambio y el rechazo explícito y sin miramientos de lo permanente- son los mejores ejemplos de la verdadera inversión social y de este mundo al revés, en que occidente está sumido. 





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[1] Cualquier rasgo que recuerde la noción de esencia, siquiera de manera indirecta, es un límite y debe ser borrado. He aquí el profundo interés en el genetismo y la manipulación genética por parte de la técnica moderna. Semejante límite genético, muy del gusto del reduccionismo dualista moderno y que supone una especie de materialización grosera de las categorías intelectuales kantianas, impone un límite radical -el límite ontológico de la propia materia en la teoría del hilemorfismo- al poder e influencia del entorno y por tanto al punto de vista ambientalista de aculturación del sujeto propio del conductismo más burdo. Todo debe poder ser manipulado, seleccionado, controlado, y de libre elección... Ya hemos señalado otras veces la importancia que posee para la modernidad la noción de transgresión del límite, nos encontramos aquí una vez más con ella. En realidad este impulso transgresor es expresión del nihilismo metafísico que ahoga a occidente desde su origen. 


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