viernes, 24 de enero de 2014

Las tres Estampas Maestras de Durero: Una trilogía oculta (3)


  Hemos comprobado ya que Durero muestra una evidente progresión en tres pasos mediante las tres imágenes que estamos analizando. Si ahora volvemos la vista a la tradición mística cristiana encontraremos un muy interesante paralelismo. Como es sabido los grandes místicos de la iglesia tanto latina como oriental dividen generalmente el desarrollo espiritual en varias etapas, lo más frecuentemente tres, con las que se clasifica a las personas que siguen la vía o camino.[1] Así según el grado de conocimiento espiritual y cercanía divina adquirido por un alma en particular, ésta podría ser calificada de:
-          Iniciada, principiante o carnal.
-          Proficiente, aprovechada o adelantada.
-          Perfecta o espiritual.

Cada uno de estos estados del alma corresponde a su vez con una fase o vía característica del camino ascético-místico de la tradición cristiana:
1.             Vía purgativa (o purificativa) – el principiante intenta apartarse del mal y de los hábitos adquiridos en la vida profana, es una fase de régimen, ascética. Le corresponde la oración activa.
2.             Vía iluminativa – el proficiente progresa en la práctica de las virtudes y deja atrás los vicios o pecados, es una fase ante todo de práctica y persistencia según muchos maestros. La oración activa va siendo progresivamente sustituida por la oración infusa o contemplativa.
3.             Vía unitiva – al alma “ya no le faltará nada de cuanto puede legítimamente en este mundo desear y a lo que nada le falta es a lo que llamamos perfecto.”[2]
Como se ha indicado, a cada una de estas vías corresponde un tipo de conocimiento de lo divino así como una práctica distinta y particular. Así por ejemplo para Evagrio Póntico, padre del desierto llamado ‘el solitario’, y según se recoge en la Filocalia:
“la practiké [vía purgativa], purificando al cristiano de vicios, desórdenes pasionales y del influjo del Demonio, conduce a la apátheia [vía iluminativa], y ésta abre el alma a la gnosis o theoria, es decir, a la contemplación [propia de la vía unitiva]. El ascético ejercicio de las virtudes conduce, pues, a la apátheia, que puede entenderse como pureza de corazón, silencio interior, pacificación de las agitaciones interiores desordenadas (que San Jerónimo traduce al latín: impassibilitas, imperturbatio)”.[3]  
De modo similar para San Juan Clímaco en su Scala Paradisi, el crecimiento espiritual tiene tres fases bien diferenciadas: primero renuncia, después extirpación de vicios por crecimiento de virtudes, y finalmente perfección. Así se puede distinguir entre cristianos rudos, aprovechados y maestros en las cosas del Espíritu.[4]
Por último, aunque los ejemplos podrían multiplicarse, atendamos a la enseñanza de Dionisio Areopagita quien en su tratado Sobre los nombres divinos, nos ofrece un esquema, también trifásico del conocimiento divino:
“Lo primero que necesita el cristiano es una fase de purificación o katarsis, para ir creciendo luego en la iluminación o fotismos, que le conducirá a la perfecta unión, henosis o teleiosis.[5]
A tres diferentes estados de conocimiento y relación con lo divino corresponden tres formas también diferentes de acercamiento:
“El modo de ejercitar estas virtudes es muy diferente en cada estado […] El principiante tiene oración mental de meditación, el aprovechado la tiene de afecto, el perfecto la tiene de unión.”[6]
En cada diferente estadio espiritual se requiere de una diferente ejercitación y práctica, más exterior en los principiantes y que se hace más interior en los aprovechados y los perfectos. Examinemos ahora la correspondencia entre estos tres estadios o grados de conocimiento de Dios tal como nos los han transmitido los maestros espirituales y las tres vías clásicas con más detenimiento. Quien mejor resume y sintetiza la relación entre vías y estados es el Doctor Angélico, Santo Tomás, que nos advierte que:
“Toda dedicación del hombre tiene un principio, un medio y un término; por tanto, en el estado espiritual se distinguen tres fases: un principio propio de principiantes, un medio que pertenece a los adelantados, y un término que es de los perfectos”.[7]
A continuación el de Aquino resume su sistema, síntesis de las tres vías y los tres grados espirituales que la tradición había transmitido con anterioridad, de la siguiente forma:
-          En el primer grado [vía purificativa] la dedicación principal del hombre es apartarse del pecado y resistir sus concupiscencias, que se mueven en contra de la caridad; esto corresponde a los principiantes, en los que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa.
-          En el segundo grado [vía iluminativa], el hombre intenta principalmente ir adelantando en el bien; y esto pertenece a los adelantados, que procuran sobre todo fortalecer y acrecentar la caridad.
-          El tercero [vía unitiva] se caracteriza porque en él la dedicación principal del hombre es intentar unirse con Dios y gozarle; y esto pertenece a los perfectos.[8]

Queda claro que al principiante -que en nuestra interpretación es simbolizado por el primer grabado- corresponde “la fase purificativa -la lucha frontal contra pecados y apegos-, y este ha de ser el empeño primero y principal de todo principiante”.[9] En una segunda etapa llamada generalmente iluminativa –que correspondería con el segundo grabado, el del caballero- es sumamente importante la perseverancia, mantenerse en el recto camino. En la tercera etapa –representada por nuestro ‘San Jerónimo…’-, “están los perfectos, más plenamente iluminados por el Espíritu Santo, que se llaman "sapientes", porque tienen ya el "sabor" del bien que les atrae; y también se llaman espirituales, en cuanto que están como revestidos del Espíritu Santo, por cuyo afecto son atraídos”.[10]
Finalmente, esta clasificación en tres niveles puede ponerse en correspondencia a su vez con la división ternaria del alma humana -transmitida a través de Platón[11]-:
-          Alma apetitiva – que reside en el vientre o abdomen. Corresponde a la primera estampa, ‘La melancolía’, donde ya hemos visto que mediante la vía purgativa el alma debe abandonar sus apetitos y apegos más exteriores y groseros.
-          Alma volitiva – o pasional, que reside en el tórax. Corresponde a la segunda estampa, ‘El caballero…’, que por la vía iluminativa debe dominar su voluntad y crecer en virtud.
-          Alma intelectiva – que reside en la cabeza. Corresponde a la tercera estampa, ‘San Jerónimo…’ que personifica la vía unitiva, la contemplación infusa de los misterios divinos, más allá de toda humana ciencia.

Entre esta división ternaria del alma humana y las tres vías vistas con anterioridad se establecen también profundas correspondencias. Nos dicen los maestros de la mística, san Juan de la Cruz por ejemplo, que a los principiantes conviene una oración más activa, oración que a medida que el alma avanza y aumenta su proximidad e influencia al espíritu se hace más pasiva, contemplativa o infusa[12].
Por tanto la puesta en práctica de cada una de las tres vías clásicas -purgativa, iluminativa y unitiva- se dirige de modo natural a cada una de estas tres divisiones del alma humana, algo lógico si se reflexiona que:
1)              el principiante está aún dominado por su alma apetitiva que tiende siempre al dominio de lo exterior, a salir de sí, y por tanto a la acción,
2)              el aprovechado o proficiente es ya guiado por su afecto y voluntad, por su alma volitiva, lo que supone ya un grado más interior; y
3)              en el contemplativo o perfecto se muestra ya en toda su plenitud el alma superior e intelectiva, que es el grado más interior de todos.

En palabras de san Juan de la Cruz:
contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que, si la dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor.”[13]
El camino hacia el espíritu es también un camino de interiorización donde la acción abandona progresivamente el ámbito de lo externo y se va haciendo progresivamente más secreta e interior. Este carácter de trabajo y acción interior, como es la contemplación en grado máximo, es mostrado por Durero en su trilogía bajo una interesante analogía inversa, dado que paradójicamente está obligado a comunicar este mensaje mediante una imagen, algo forzosamente exterior. Así la armonía y el equilibrio que rodean la figura de san Jerónimo nos transmiten su equilibrio y quietud interiores, además tal entorno muestra que el ámbito de su acción es completamente interior. El caso opuesto lo representa la figura de la melancolía: rodeada de caos y desorden material nos transmite no solo desorden interior sino también su fijación en lo exterior, que es hacia lo que tiende su alma y a lo que pretende dirigir su acción. Hay una profunda enseñanza metafísica tras esta analogía: no hay acción justa y correcta sino la que surge del verdadero interior, pues cuánto más importancia cobra el mundo y la acción exterior mayor caos se establece en el interior.
Veamos como para san Juan de la Cruz también es diferente la ejercitación necesaria en cada una de estas tres etapas ya mencionadas:
“[a los aprovechados] los lleva ya Dios por otro camino, que es de contemplación, diferentísimo del primero [de los principiantes]; porque el uno es de meditación y discurso, y el otro no cae en imaginación ni discurso.”
Resulta fácil ver cómo se corresponden estos tres grados de acción –partiendo de la acción exterior y avanzando a la interior- con los tres grabados. Además puede comprobarse fácilmente como cada uno de los tres personajes –la figura alada, el caballero y san Jerónimo- personifica una de las tres partes o cualidades en que es dividida el alma. Haciendo un uso adecuado de la ley de analogía diremos que la parte más alta del alma –la intelectiva- es por eso mismo la más interior, y viceversa, la más baja –la apetitiva- ha de ser la más exterior




[1] Excepto cuando se indique otra cosa utilizaremos para nuestra exposición dos manuales clásicos de teología:
-           Rivera, J. e Iraburu, J.M., Síntesis de espiritualidad católica. Ed. Gratis Date. Pamplona, 2003.
-           Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades de la vida interior. Ed. Palabra. Madrid, 1995.
[2] González-Arinteiro, J. (O.P.). La verdadera mística tradicional. Ed. San Esteban. Salamanca, 1980.
[3] Rivera, J. e Iraburu, J.M., Síntesis de la espiritualidad católica. Ed. Gratis Date. Pamplona, 2003.
[4] Rivera, J. e Iraburu, J.M. Op. Cit.
[5] Rivera, J. e Iraburu, J.M. Op. Cit.
[6] Godínez, M. Práctica de la Teología Mística. Saturnino Calleja. Madrid, 1903.
[7] Rivera, J. e Iraburu, J.M. Op. Cit. (según expone Sto. Tomás en Summa Theologiae II-II, 24, 9).
[8] Op. Cit.
[9] Op. Cit.
[10] Teodorico de Vestervig, citado por Rivera e Iraburu, Op. cit.
[11] La doctrina del alma tripartita es expuesta en el diálogo Fedro.
[12] San Juan de la Cruz, Noche oscura del alma, Libro I, Cap. 10.
[13] Op. Cit. Cap. 10, 6. La cursiva es nuestra. 

Las tres Estampas Maestras de Durero: Una trilogía oculta (2)


Para abordar el estudio de conjunto de las tres estampas maestras del maestro Durero las ordenaremos en la siguiente secuencia, que se considerará en adelante el orden correcto a los fines que se persiguen en este estudio:
1.      ‘La Melancolía’.
2.      ‘El caballero, la muerte y el diablo’.
3.      ‘San Jerónimo en su estudio’.

Lo primero que nos encontramos al comparar las tres estampas es la evidencia de que, aunque hay varios personajes en cada una de ellas –unos de apariencia humana y otros no tanto-, las tres escenas están protagonizadas invariablemente por una ‘figura central’: la primera de aspecto femenino y masculinas las otras dos.
Partiendo siempre, como debemos partir para el análisis, de lo más obvio, las tres figuras protagonistas pueden ser descritas como un artista o artesano –quizá un escultor o constructor- por las herramientas y utensilios que le rodean, un guerrero y un santo. Además si los tres grabados son tomados en el orden que aquí proponemos se muestran como una progresión, un viaje –y nunca mejor dicho- iniciático de la oscuridad de la noche del primer grabado –más adelante mostraremos porqué esa asociación con la noche - a la luz eterna del Reino de los Cielos del tercero de los tres.
Si alguna otra cosa cabe destacarse que sea común a las tres estampas es la profusión de símbolos que contiene cada escena y el carácter eminentemente alegórico de al menos dos de ellas –‘La Melancolía’ y ‘El caballero…’-. La tercera –‘San Jerónimo en su estudio’- parece más convencional por su realismo, pese a su marcado anacronismo, pues no contiene elementos fantásticos o sobrenaturales –a excepción de la aureola que denota la santidad del personaje-, sin embargo esta última escena está también repleta de símbolos de lo más diverso.

  
        




Las tres 'Estampas Maestras' de Durero ordenadas según la secuencia que 
proponemos para su interpretación.



Analicemos con mayor detenimiento lo que hemos caracterizado como progresión del primer al tercer grabado.
1.              La misteriosa figura de la primera escena está como detenida en medio de su labor: rodeada de todos los instrumentos necesarios para realizar su trabajo su actitud es sin embargo de pasividad, puede incluso que de derrota, se encuentra vencida ante la -¿enorme?- tarea que debe afrontar. Apoya el rostro en su mano en una actitud de espera, de cansancio, ¿de resignación? Quizá se encuentre ante un problema cuya solución se le escapa. Quizá no sabe cómo continuar. Sea como sea, se puede decir que no está ‘manos a la obra’ –y atención a los múltiples sentidos que encierra la expresión-. Por su gesto y su posición sabemos que no se trata simplemente de una pausa en su labor, de un merecido descanso, estamos ante algo de otro tenor, algo más profundo, ¿quizá una duda sobre el sentido de tanto esfuerzo? ¿O quizá simplemente ignora cómo debe continuar? Sea como sea el personaje se encuentra detenido -paralizado- en medio del trabajo. Todo avance, todo progreso, es, en este momento crítico que retrata Durero, imposible. Se hace imposible continuar. Más aún, se corre el riesgo de echar a perder todo el trabajo, que todo el esfuerzo pierda en un instante su sentido, que nada haya merecido la pena; y esta terrible amenaza se vislumbra en la pesadumbre y en la incertidumbre de su mirada. No se ve claro el camino que hay que seguir. La inscripción ‘Melencolia I’ sobre la espalda de esa especie de dragón-murciélago que vuela a lo lejos da título a la escena pero si ha de verse melancolía en algún lugar de la estampa es en esa mirada de desesperanza del misterioso personaje, una mirada que encierra algo más: se espera un tiempo mejor. Escuchemos ahora estas palabras de Jacob Boehme, el místico silesio:
“Pero como todo esto me había causado ya efectos chocantes, sin duda procedente del Espíritu, que parecía tener una debilidad por mí, caí en un estado de profunda melancolía y gran tristeza, especialmente cuando contemplaba el gran Abismo de este mundo, y también el sol y las estrellas, las nubes, la lluvia y la nieve, y entraba a considerar en mi espíritu la totalidad de la creación del mundo.[1] (Confesiones, Cap. III)
2.              Si la primera figura no distingue el camino por el que ha de continuar, el caballero, está ya ‘en camino’ –y nuevamente atención a los sentidos diversos a que apuntan las palabras-; camino que va hacia alguna parte, porque sin una meta clara y definida no hay camino que hacer. La meta del caballero es el castillo o ciudadela que se vislumbra el fondo de la estampa, en segundo plano, ese es el objetivo que persigue el caballero. Y es en el camino que le salen al paso las dos figuras enemigas que vemos: la muerte y el diablo. Los dos grandes enemigos del hombre. Pero aunque ambos le acosen de cerca no parece que consigan detenerle: la rectitud del jinete en su montura y el paso firme de su caballo denotan la voluntad de continuar sin distraerse. Aunque su meta está todavía lejos, en lo alto de la montaña y apenas visible entre el ramaje, el caballero la tiene siempre presente. Hay determinación en su gesto. Nada le detendrá en su camino. Además el caballero domina al caballo, símbolo de las pasiones e inclinaciones naturales[2]. Volviendo a Jacob Boehme encontramos una preciosa clave para interpretar este segundo grabado:
“Escuchad atentamente, sé muy bien lo que es la melancolía. También sé bien qué es lo que proviene de Dios. Conozco ambas cosas y a ti también en tu ceguera; pero ese conocimiento no me lo da la melancolía, sino mi lucha incesante hasta obtener la victoria. [3] (Confesiones, Cap. XIII)
3.              Para terminar san Jerónimo se nos presenta, este sí -a diferencia de la figura melancólica-, entregado a su tarea, en pleno trabajo en su despacho. Pluma en mano, el santo, inclinado sobre su atril, agacha la cabeza, completamente ensimismado en su labor, que es bien conocida: poner por escrito el mensaje divino[4]. Aquí no se dejan los instrumentos a un lado en obediencia de un sentimiento malsano o en espera de no se sabe qué tiempo mejor, el santo no se abandona a introspectivas meditaciones de nefastas consecuencias para el cumplimiento de su cometido, no hay dudas ni inseguridades debidas a la inexperiencia que paralicen su acción. Tampoco nada ni nadie amenaza con distraerle de la misma. El hombre santo está libre tanto de pensamientos propios que lo distraigan –como en el caso de la figura melancólica- como de enemigos externos que le amenacen o interrumpan su trabajo –como son las figuras maléficas que acosan y tientan al caballero de la segunda estampa-. Está, ya lo hemos dicho, ensimismado, es decir, volcado dentro de sí. Su trabajo lo es todo.

A continuación compararemos un poco más de cerca a los tres personajes para ver con claridad la progresión que está queriendo indicar Durero.  
La primera figura es víctima de la melancolía. No sabiendo resistirse a los malos pensamientos ha sido vencida por la acedia[5] y se encuentra ahora como impedida, incapaz de continuar su labor. Ante las tentaciones y distracciones de los malos pensamientos que desvían al hombre de su camino y le impiden alcanzar su destino, el caballero de la segunda estampa muestra una inquebrantable voluntad de seguir adelante y una invencible resistencia –la armadura- contra todo aquello que, viniendo del exterior, pudiera hacerle olvidar su misión o distanciarle de su objetivo -la ciudadela-. Por último, más allá de estas dos actitudes bien distintas frente a la adversidad y la tentación, encontramos otro caso: el del sabio san Jerónimo que se encuentra ya libre de toda distracción, tentación o interrupción, en un estado de perfecta contemplación, armonía y equilibrio. Un estado de silencio mental que le permite recibir la tenue luz que viene de más allá de su ventana y escuchar la ‘suave brisa’[6] que ‘soplaba sobre las aguas’[7] del pensamiento. Es aquel que ya ha recorrido el camino hasta su meta.
En un sentido simbólico puede decirse que el santo se encuentra en el interior de la ciudadela a la que se dirige el caballero de la segunda estampa. Mientras este está todavía en camino, san Jerónimo ha alcanzado ya la fuente de la eterna y divina Sabiduría –Hagia Sophia- y es uno con ella. Fuente que la figura melancólica de la primera estampa aún busca sin saber dónde está, pero hacia la que se dirige con fe y determinación el caballero del segundo grabado. Del santo puede decirse que el espíritu ya habla por él, pues no es sino estar en contacto con la verdadera Sabiduría, que es la luz del mundo[8], lo que define y distingue al sabio de los demás hombres.
Resumimos este carácter progresivo de la secuencia de imágenes brevemente: si el primer personaje es víctima, el segundo es guerrero en lucha y el tercero es maestro victorioso, alguien que ha llegado al final de su camino, alguien que ha vencido en su particular y personal guerra.
Se puede entender ahora en qué consiste dicha progresión que anunciamos: Durero resume el camino iniciático que debe recorrer el hombre desde la ignorancia hasta la sabiduría, desde la oscuridad hasta la luz, en tres escenas que representan alegóricamente sendos grados en la progresión espiritual. Su mensaje no podría ser más trascendente ni universal.
Cada grado (o peldaño) en que Durero divide y resume el camino espiritual es mostrado por un personaje que se encuentra en un momento muy diferente de su camino respecto de los otros dos:
1.      ‘La Melancolia’ - Aquel que no sabe cuál es su camino ni por dónde continuar. Podemos decir que está perdido, se halla rodeado por las tinieblas de la noche. El destino aún tiene poder sobre él.
2.      ‘El caballero, la muerte y el diablo’ - Aquel que sabe cuál es su camino y lo sigue con determinación pese a los obstáculos y las penalidades. Providencia y destino se hallan en lucha en su vida.
3.      ‘San Jerónimo en su estudio’ - Aquel que ha recorrido por entero su camino y ha llegado a su fin último. El destino ya no puede nada sobre él porque a través de él actúa ya la Providencia.
Unas breves palabras evangélicas parecen corresponderse bastante bien con este curioso tríptico sin título que nos muestran las tres estampas:
“En el mundo tendréis tribulación. Pero tened valor, yo he vencido al mundo.”[9]
En efecto, en el primer grabado, ‘La melancolía’, hay tribulación, el personaje está como atrapado aún en el mundo, prisionero entre las formas groseras de la materia. En el segundo grabado hay valor, imprescindible para enfrentarse a los peligros del camino. Por fin, en el tercer grabado encontramos el único símbolo explícitamente cristiano de las tres estampas: el crucifijo que preside la mesa de san Jerónimo, símbolo justamente de aquel que venció al mundo y pronunció las palabras antes citadas.
Durero resume así magistralmente en tres escenas las etapas más generales de la búsqueda iniciática de la Sabiduría desde su comienzo en la ‘noche saturnal’ hasta su consecución definitiva, anunciada por la luz del espíritu y la aureola de santidad. Se condensa en tres imágenes –que figuran también tres estados humanos, tres modos de ser en el mundo- el camino universal que conduce de la noche de la materia a la luz pura del espíritu. No en vano al final de este camino está el santo, es decir aquel que vive en los cielos y no en la tierra, pues ya ‘no es de este mundo[10].
A menudo se argumenta que el grabado ‘Melancolía’ debía complementarse con otros tres grabados de modo que el conjunto mostrara los cuatro tipos humanos según la ‘teoría de los humores’, tan extendida en el renacimiento[11]. De ser así Durero habría construido una clasificación de los tipos humanos horizontal mientras que lo que se nos presenta en las tres Estampas maestras es una ordenación vertical: los tres grabados presentan una jerarquía humana que viene establecida por el grado conocimiento, de cercanía a lo divino o, en otras palabras, de realización; única jerarquía humana verdaderamente válida desde un punto de vista tradicional.
Se trata por tanto de una ordenación vertical que remite a una jerarquía interior –y por tanto invisible- y espiritual[12]. Y en tanto que la diferencia entre los personajes es ante todo interior podemos decir que es esotérica. Durero muestra tres etapas –a modo de tres momentos consecutivos- en el camino del hombre hacia el conocimiento, camino que a menudo ha sido comparado con una escala.[13] Ante la necesidad del artista de ‘dar forma’ al mensaje que nos quiere mostrar, estas tres etapas son representadas forzosamente por su imagen, es decir por lo que tienen de exterior, pero la verdadera diferencia entre los personajes de las mismas está realmente en su interior. Lo exterior, lo que rodea a los personajes, es solo consecuencia, forma e imagen de su respectivo estado interior.
    El objetivo es entonces mostrar figuradamente, mediante tres sugestivas alegorías, la senda que conduce al (re)encuentro del hombre con el espíritu. Una vez se ha comprendido el sentido global de esta genial trilogía oculta que Durero nos ofrece surgen nuevas preguntas: ¿qué significan esos tres grados? Y sobre todo, ¿por qué estos tres tipos humanos han de designar esos determinados grados?





[1] La cursiva es nuestra.
[2] El mismo simbolismo del caballo empleado por Platón en su diálogo Fedro.
[3] La cursiva es nuestra.
[4] Recordemos que San Jerónimo fue el traductor al latín de la Biblia en la versión conocida como Vulgata.
[5] Uno de los más peligrosos y corrosivos demonios o espíritus malignos según la escuela de San Víctor. También es citado en la tradición ortodoxa por Evagrio Póntico entre los 8 pecados o vicios. Requeriría en sí misma un estudio completo.
[6] 1Ry. 19:12.
[7] Gn. 1:2.
[8] Jn 8:12.
[9] Jn 16, 33. La cursiva es nuestra.
[10] ‘No sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece’ (Jn 15:19).
[11] Panofsky, E., Klibansky, R., y Saxl, F. Saturno y la melancolía. Ed. Alianza. Madrid, 1991.
[12] Según Sto. Tomás las clasificaciones jerárquicas se componen siempre de tres términos que el santo describe como si de un viaje se tratara: comienzo o partida, medio o aproximación y fin o llegada; así por ejemplo los tres mundos: mundo inferior, mundo intermedio y mundo superior. Véase más adelante.
[13] Existen innumerables ejemplos: la Scala Paradisi de Juan Clímaco, la conocida escalera de Jacob, o en otro orden simbólico diferente la conocida figura de la Sabiduría que preside el pilar central de la portada de Nôtre-Dame de Paris, donde vemos la escalera de los sabios que asciende desde sus pies hasta su cabeza.

Las tres Estampas Maestras de Durero: Una trilogía oculta (I)



   (*) Los tres grabados de Durero conocidos como Estampas maestras son con frecuencia citados juntos pero han sido sistemáticamente abordados por separado a la hora de su estudio e interpretación, dándose así por hecho una y otra vez su total independencia temática. En este artículo, partiendo de un nuevo marco interpretativo proveniente de la simbólica tradicional[1], proponemos un acercamiento distinto que los aborde en tanto que conjunto, al modo de una intitulada trilogía, en la convicción de que esta nueva perspectiva dará lugar a nuevas y más profundas significaciones que hasta ahora han pasado desapercibidas para la crítica.
Como se mostrará en las próximas páginas, las tres estampas pueden ser leídas como un todo, en estrecha relación unas con otras, conformando de este modo una especie de tríptico, un texto único dividido en tres partes o capítulos, de profunda temática espiritual y con una densa simbología iniciática que abarca diversos niveles de análisis. Creemos que es precisamente este hecho, el sentido tradicional de sus símbolos y el carácter esotérico de su mensaje profundo –invisible generalmente para los estudiosos profanos, poco familiarizados con la Tradición Primordial o Sophia Perennis- lo que ha impedido advertir las numerosas relaciones ocultas entre ellos, relaciones que una vez establecidas desvelan a su vez nuevos sentidos para cada una de sus partes constituyentes, completándose y complementándose así unas a otras, como si de un diálogo polifónico a tres voces se tratara.
Son obligadas unas palabras acerca de los presupuestos teóricos de los que partimos al abordar este trabajo, y esto también conviene a fin de establecer adecuadamente los límites de nuestro marco interpretativo. En estas páginas nos alejamos de cualquier interpretación psicoanalista o psicologizante del símbolo pues entendemos el símbolo como una ventana, o mejor como una puerta, una vía de comunicación hacia otra realidad superior, la verdadera Realidad, inefable y no-manifestada, y no meramente como una herramienta al servicio de la expresión de lo que de más humano tiene el artista –sus emociones, pasiones, filias y fobias- ni a su comunicación –casi habría que hablar de contagio- al espectador, con el objeto de reproducirlas en él.
En este sentido compartimos el supuesto tradicional de que todo arte sagrado ha de suponer un lenguaje simbólico universal que nos comunique aquello que las palabras no pueden alcanzar a decir, que nos ponga en contacto con la auténtica Realidad. Así la obra de arte es un puente hacia ese otro mundo, más real que este. Si se logra tal objetivo –vislumbrar esa Realidad que es mas allá de la forma que tome- entonces el arte cumple su verdadera función de transmisor de la indecible y universal Verdad. Tal transmisión inefable es el objeto de ser de toda verdadera Tradición[2]. El Arte –con mayúscula- resulta entonces no ser ya un mero espectáculo ocioso destinado a su consumo rápido y superficial en el tiempo improductivo que sobra al siempre ocupado hombre moderno, sino que se constituye en vía simbólica y surge ante nosotros como una herramienta de comunicación y enseñanza de valor incalculable descubriéndonos así su verdadera utilidad práctica, la que ha poseído durante milenios para todos los pueblos tradicionales, si bien tal utilidad va mucho más allá de lo que el hombre ordinario[3] pudiera suponer.
Para dar por terminadas estas reflexiones teóricas queremos hacer notar que los diversos intentos de reconstrucción de lo simbólico desde el ámbito de lo profano y desde las ciencias humanas -sociales o psicológicas- nos parecen intentos de superación del racionalismo ‘por abajo’, hacia lo inferior, pues carecen del ancla que los mantenga ligados a la tradición. Tales iniciativas de reconstrucción de lo simbólico desde el nivel humano solo pueden tener lugar en un mundo en que el uso y el sentido tradicionales del simbolismo sagrado han sido ya olvidados por completo o no queda de ellos a lo sumo más que un leve recuerdo frecuentemente tachado de superstición. Es decir, tales intentos de reconstrucción sólo pueden surgir y prosperar cuando el ‘punto de vista profano’[4] se ha impuesto hegemónicamente en todos los ámbitos de la vida humana. Reivindicamos desde estas páginas por tanto el regreso de lo sagrado a las ciencias sociales y humanas aunque, conscientes de que ello implicaría el reconocimiento de algo más-que-humano, es por esta misma razón impensable que un giro tal se produzca al menos de momento, habida cuenta de cuáles son las tendencias que imperan en el mundo actual y entre nuestros contemporáneos.
Nos mueve el convencimiento de que un ejercicio de interpretación como éste, tan alejado de las lecturas convencionales, puede constituir un modesto ejemplo de lo que la perspectiva tradicional tiene que aportar al campo de la crítica artística para acercarnos a una mejor comprensión de ese arte que solemos denominar demasiado vagamente ‘occidental’. Es desde este convencimiento que trataremos de explicar las tres estampas maestras de Alberto Durero con la intención de demostrar que estamos ante una verdadera trilogía oculta de contenido iniciático. Y recordemos antes de empezar que, como bien señalara Guénon[5], el empleo de la alegoría mediante el uso del antropomorfismo, que tan en auge estuvo durante el renacimiento europeo, fue precisamente el canto del cisne del simbolismo tradicional en Europa. 



(*) El presente trabajo fue presentado en el IX Encuentro del Círculo de Estudios Espirituales Comparados y publicado en los Cuadernos del Círculo en un volumen bajo el título  genérico de 'Conciencia: Imagen y concepto'.  
[1] Nos remitimos a los cuatro autores que consideramos principales para construir y justificar una tal perspectiva tradicional: R. Guénon, A. Coomaraswamy, F. Schuon y T. Burckhardt. Nos sentimos deudores en todo momento de la obra de estos autores y por ello es obligada la referencia a los mismos, que han sido nuestro marco de referencia general para este trabajo.
[2] Tradición, del latín tradere, transmitir.
[3] Tomamos el término de R. Guénon
[4] Aquí también tomamos el término de R. Guénon
[5] Guénon, R. Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes. Ediciones & Sanz y Torres. Madrid, 2006

domingo, 18 de septiembre de 2011

La carta de El Loco, Hermes, chamanismo y actores


Volviendo a un tema recurrente que ya ha sido tratado varias veces en este blog trataremos de sugerir nuevas relaciones -sin ánimo de llegar a conclusiones definitivas- entre varios símbolos que están sin duda emparentados.

Por una parte comenzaremos nuestro camino en esta ocasión por el Arcano sin número del Tarot, El Loco. El Loco que vemos en la carta es una especie de viajero, nómada o vagabundo que va de una a otra parte en busca de ¿su destino?, ¿lo inesperado? ¿Destino o Providencia? La distinción no es baladí dado que se trata de dos fuerzas antagónicas, una luminosa y proveniente del Cielo y que conduce a la libertad; la otra oscura y originada en la tierra, signada por los límites y condicionamientos propios.

La carta de El Loco es bien sabido que ha generado la figura del joker, el burlador o bufón de las barajas modernas, o el "mono" simiesco de la baraja española. Sabido es que se trata de una carta polivalente, que puede sustituir a cualquier otra de la baraja, por tanto el valor de dicha carta es variable, no posee un valor fijo y constante. Se trata de una carta que se metamorfosea, como el bufón, que toma cualquier forma, si bien de manera grotesca, dando lugar a una especie de parodia o caricatura acentuando hasta el límite los rasgos más característicos o definitorios (más personales y únicos) del ser al que suplanta. Este carácter grotesco debe tener también sin duda un significado.

Habría que relacionar esta figura del loco vagabundo y en particular su poder de transformación con el dios Hermes, dios de los viajeros y caminantes y dios que guardaba los caminos. Hay mucha relación, porque además Hermes tiene una capacidad digamos polimorfa -que nos remite un tanto a Morfeo- de "hacerse pasar por", no en vano Hermes es uno de los dioses que rigen los sueños para los griegos.

En cuanto a su carácter el dios Hermes es considerado astuto y bribón, un pícaro, a veces ladrón y embaucador. Así nos lo presenta el 'Himno a Hermes', como capaz de astucias y hazañas desde su mismo nacimiento. No malo pero sí burlón, a él se encomendaban los ladrones que decían no 'robar' sino 'hallar' y los salteadores de caminos.

Es el trikster de la mitología nórdica (J. Campbel), personaje a menudo asociado al zorro (al coyote en América) como figura animal, siendo éste el carácter que mejor le define: la astucia, además de la ironía y la burla. El zorro, si se ha tenido oportunidad de observarlo en acción camina hacia su objetivo en zig-zag, disimulando, como no queriendo acercarse, y hace sus razias sin perder su sonrisa burlona. Al igual que el zorro se nos dice de Hermes que es "veloz" y "silencioso" (K. Kerenyi). No es Hermes un dios serio y solemne como pueden serlo Zeus o Apolo sino un dios con cierto toque gamberro juvenil. Su capacidad de embaucar nos habla de su poder para aparentar algo distinto de lo que es, como el actor.

Es obvio además que este dios que era adorado sobre todo en parajes sitos en la naturaleza, de origen arcadio -es hijo de una ninfa, Maya, una deidad que nos remite claramente a la mitología nórdica- y no en la ciudad, está relacionado con el chamanismo: su poder de transformación, de camuflaje, de entendimiento de la naturaleza y de convivencia entre los animales... Tan solo falta el típico rasgo de hablar el idioma de los animales. A cambio tiene el don de la música.

Incluso en su papel de guía del alma en el camino postrero o en el mundo sutil recuerda sin duda a la tradición chamánica, aunque este matiz de guía no parece reflejarse en la carta de El Loco. Recordemos que Hermes es el psicopompos por antonomasia, el guía de las almas de los difuntos en el más allá a las que conduce "sin hacer ningun daño" hasta el Hades. Y esta capacidad de guiar y/o recuperar el alma del paciente es definitoria del chamán.

El joker y el bufón poseen ese mismo carácter burlón e irreverente con lo sagrado al que nos hemos referido, -Hermes se burla incluso de los otros dioses-; además ambas figuras conservan el poder transformador de sí mismo -que les otorga un carácter polifacético, múltiple- aunque carecen (o parecen carecer) de la tercera cualidad "hermética" que hemos señalado: la cualidad de guía.

Si retornamos a la figura primigenia, el personaje de El Loco más bien parece no saber a dónde va, a dónde se dirige, su mirada a lo alto resulta incluso desconcertante. Por tanto también aquí está ausente la cualidad de "guía" de otros, y quizá incluso de sí mismo.

El carácter múltiple de transformarse en el otro, una especie de simpatía a nivel profundo -quizá porque no posee carácter propio sino que su alma funciona al modo de un espejo, reflejando lo que hay delante- es la cualidad fundamental que define al chamán, observador e imitador sin par de la naturaleza -de sus ciclos naturales pero también del carácter de los animales y de las plantas-. Y también esta cualidad ha de estar presente en mayor o menor grado evidentemente en el actor, pues el objetivo de su "puesta en práctica" no es otro que su transformación a ojos del espectador. Podríamos decir que el actor es un chamán exhibicionista, su actuación ya no va dirigida a curar o comunicar, a guiar al otro, sino a construir un remedo de la realidad, a suplantarla; es decir se pasa del ritual -vinculado a unos principios superiores- al espectáculo -que es un acto mimético, imitador sin más de la naturaleza y que se basta a sí mismo, y que por ello es, en cierto modo, blasfemo-. La actuación es entonces una suerte de chamanismo galante donde quien antes era parte activa y esencial por su participación en el rito común -rito que no tenía sentido alguno si no era compartido pues como toda comunicación va dirigida a otros-, pasa ahora a ser pasivo en la nueva figura del 'espectador'.

No debemos pasar por alto que el mismo camino hacia esta separación entre actor y espectador se ha dado en occidente con la música, donde el público ha pasado de bailar y participar a sentarse y escuchar. Todo esto posee muchas implicaciones que no hay lugar a desarrollar aquí. Diremos tan solo que la distancia entre artista-creador y público-espectador se acrecienta cada vez más en la modernidad hasta convertirse en un verdadero abismo insalvable -literalmente: el foso ante la platea- que no solo tiene la consabida función social de segregar y privilegiar al artista separándole del común de los hombres y dotarle de ese aura que poseen los artistas en el mundo moderno desde el renacimiento. Es algo más sutil y más profundo. Puede decirse que esta actitud convierte al hombre occidental en un agente pasivo -en esto como en otras muchas parcelas de la vida moderna-, en un mero observador, lo que llevado al extremo es ser reducido a consumidor -también, por qué no, de experiencias, un producto más a consumir-. Al espectador no se le permite participar con su cuerpo en aquello que presencia sino solo con su mente. La separación, la escisión, la ruptura entre cuerpo y mente es un proceso con muchas -y profundas- consecuencias para la conciencia del sujeto que algún día abordaremos. Cabría preguntarse si este proceso de segregación actor-espectador responde solamente al objetivo de crear el halo con que se pretendía rodear socialmente a los artistas en la naciente sociedad burguesa e industrial -donde las artes manuales pasan a ser desconsideradas y marginadas- o si no hay algo más: ese odio burgués a mancharse las manos; o incluso si el punto decisivo en este fenómeno no es la existencia de un público 'protegido' y 'guarecido' debido al recuerdo inconsciente por parte del hombre moderno del poder del arte sobre el alma humana. El hombre moderno parece querer separarse lo más posible de su propia alma, al menos de ciertas partes de la misma, partes a las que niega todo derecho y que no reconoce como propias. Pero, para acabar, una reflexión: este proceso de segregación entre la actividad de producción y el consumo de lo producido -que es la base de toda dialética de clases: unos sirven y otros son servidos- presente en el arte moderno como en todo lo demás-, ¿no es también una defensa por parte del "espectador" para que el ritual, desacralizándolo, pierda su poder efectivo? ¿no son plateas y palcos protecciones -a modo de barricadas- para que aquello que allí sucede no salga del escenario y no toque al espectador demasiado profundamente? ¿para que no le transforme? ¿Qué miedo profundo late tras el impulso burgués? Al decir esto y remitirnos al "poder transformador" del arte no podemos dejar de recordar a Marcel Proust y el pasaje de la 'sonata de Ventuil'. Estas reflexiones deberían hacernos recapacitar sin demora sobre la pérdida de 'poder de agencia' en el mundo actual y sobre el interés -y en último grado la capacidad- que posee el hombre moderno para participar, siquiera sea puntualmente, en su vida, en la vida, o en el mundo, o si todo su interés es ser mero espectador de las decisiones tomadas por otros.

Recapitulando podemos decir que los personajes de El Loco, el bufón, el chamán y el actor son todas ellas figuras relacionadas, que responden a distintas manifestaciones de un mismo arquetipo, un arquetipo que posee algo de loco, de irreverente y de imprevisible, pero también portador de algo divino. Arquetipo que fue considerado por las culturas tradicionales como digno de un "tabú"; esto es, algo poseedor de un poder sacro, y también temible pues podía ejercer tanto el bien como el mal sobre los hombres. Y decimos asimismo que se trata de un arquetipo representado en la mitología griega por el dios Hermes.

La relación entre actores y chamanes está muy documentada, pero me centraré tan solo en un detalle -al que hemos aludido antes de pasada-, más allá de la capacidad de ambos para transformarse en otro ser en base a emular el "ritmo" que le es propio. Y es que tradicionalmente durante sus rituales ambos, chamanes y actores, se tapan la cara. El chamán usaba máscaras de animales o espíritus fabricadas al efecto o incluso simplemente un sombrero con flecos que le taparan el rostro. Sabido es que los actores de todos los teatros tradicionales -desde extremo oriente hasta la antigua grecia- usaban y aún usan máscaras rituales o bien pintan y decoran su cara según normas muy concretas. ¿Por qué? ¿Qué significa? Es muy posible que el acto de ocultar el rostro esté relacionado con la ocultación del ego del actor: solo dejando a un lado el ego -con sus filias y sus fobias- la esencia de la persona puede salir a la luz y tomar otra forma que la de ese individuo. Solo así pueden actor y chamán "llegar a ser" aquel/aquello otro que pretenden ser. Es decir ambos deben disolverse hasta cierto punto para poder coagularse -al menos temporalmente- bajo otra nueva forma. De esta forma el ego queda temporalmente apartado y no interfiere en la nueva forma mientras esta se manifiesta a lo largo del ritual. Esto también explica la aparición de nuevas cualidades que no posee el individuo actor o chamán fuera del ámbito ritual. Por su parte el ámbito ritual le protege en tanto que individuo de ser aplastado por la fuerza emergente generandole por ejemplo una pérdida de personalidad o cualquier otro trastorno. El chamán/actor queda como liberado temporalmente de la carga de su propio ego, de sus mundos causal e imaginal y así no es el actor el que se transforma sino que el actor en tanto que individuo se retira y actúa en él una nueva fuerza. Fuerza que puede ser explicada de múltiples formas, acordes a la cosmovisión de cada cultura: espíritus de ante-pasados, arquetipos psicológicos, fuerzas de la naturaleza, etc... El actor como todo verdadero artista ha de ser un vehículo de esa fuerza antes que una personalidad.

Dijimos antes que la actuación profana es un chamanismo 'galante', profundamente socializado, "civilizado", ya sin poder mágico por lo general sino a lo sumo con poder de evocación y sobre todo de "exhibición"... Dijimos también que el actor podía ser visto como una suerte de 'chamán exhibicionista'. Encontramos ahora una nueva prueba que confirma nuestra hipótesis pues el actor moderno no cubre su rostro, lo que simbolicamente evidencia que no aparta su ego de su labor pues no la considera sagrada, antes al contrario, cree que le pertenece. Por ello muestra y exhibe su individualidad. La idea tradicional del artista como vehículo es radicalmente incompatible con el culto a la individualidad que se da ante el artista moderno.

Estamos ante un ejemplo más de cómo el punto de vista profano se adueña de todas las expresiones humanas: el caso que analizamos solo puede tener su origen en el fenómeno de la desacralización del arte. El actor moderno no es consciente de estar desempeñando un ritual sagrado por el que la comunidad entra en contacto -se comunica- con otras fuerzas, al privar a su arte de todo contenido sacro e interpretarlo como un hecho humano y sólo humano no aparta su persona -con sus filias y fobias- del ritual sino que al contrario la 'exhibe' sin tapujos haciendo de la interpretación y hasta de los espectadores- un alimento para agrandar su propio ego.

Puede concluirse que los actores provendrían de los chamanes que son sus antecedentes, y estos a su vez provendrían del arquetipo del trikster, un arquetipo mítico representado en la tradición griega por Hermes y que ha quedado en la imaginería popular representado como El Loco del Tarot.

Ahora bien, si nos remontamos a la edad media vemos que los actores (y también sus parientes cercanos los músicos) eran ambulantes, esto es nómadas o semi-nómadas, quizá no por eleccion sino más bien por imperativo social, sabido es que arrastraban una proverbial mala fama y numerosos tabúes sociales imepdían mezclarse con ellos, eran en cierto modo segregados, en particular por las clases altas. No es aventurado decir que eran vistos con temor y con desconfianza... Ahora bien, nos dice R. Guénon ('Apercepciones sobre la iniciación') que los grados más altos de iniciación o de maestría solían corresponderse en la edad media con gente bien deambulante o bien casi mendicante, y esto tanto en el mundo cristiano como en el mundo musulmán -donde sobrevivió hasta hace bien muy poco en las figuras de los 'locos de dios' o los faqires-. Según Guénon a menudo estos iniciados se hacían pasar por mendigos para pasar desapercibidos para el vulgo -ésta era su mejor ocultación- o bien ejercían alguna profesión semi-nómada, léase actor, músico, constructor...

Los gremios de actores medievales cumplían muchas de estas condiciones:
  • los actores pertenecían a uno de esos gremios tradicionalmente ambulantes y nómadas.
  • tenían la capacidad "mágica" de transformarse en otro -como brujos y chamanes- y esto generaba un 'temor reverencial' por parte de la gente 'normal', profana, no iniciada en el arte de la imitación del otro, que conducía a una secular desconfianza del pueblo hacia ellos. Había algo mágico en los actores que era visto como peligroso.  
  • además de esa cierta mala fama en la sociedad, eran bastante mal vistos, quizá por su forma de vivir, de manera un tanto caótica, sin rumbo fijo, sin Norte, un carácter que se aprecia fácilmente en la figura de 'El Loco' del Tarot.
Todo parece indicar que en los gremios de actores -así como en los de músicos, cosa que es algo más conocida- debía haber fraternidades iniciáticas -con la forma de grupos jerárquicos organizados alrededor de un maestro espiritual- que en gran medida pasarían desapercibidas para el común de las gentes. Sabemos además que los grupos de actores, bailarines, acróbatas y músicos no estaban claramente separados en aquel tiempo de modo que podían conformar cuadrillas multidisciplinares al estilo de las cuadrillas itinerantes de constructores. Por tanto debía haber entre los actores rituales iniciáticos específicos de cofradía, así como se sospecha que los había entre los constructores y los músicos, y quizá existieran también entre otras profesiones de artesanos: ¿escultores? ¿ebanistas? ¿vidrieros? De hecho el gremio de vidrieros ha sido puesto en relación en ocasiones con los primeros alquimistas debido al carácter experimental que muchas veces revestía su profesión. 

Vemos que en la sociedad cristiana medieval, ya de por sí muy móvil y contraria en sus costumbres al sedentarismo actual, estos hombres eran los auténticos "hermetistas", pues seguían los pasos de Hermes y vivían siguiendo su modelo mítico de 'andador de caminos' transmitido por diferentes vías. Este constante 'andar por los caminos' pone efectivamente en relación a estos artistas ambulantes con la idea misma de peregrinaje y con el camino de Santiago, aunque aquí encontramos encontramos una diferencia fundamental que debe ser analizada y que ya encontramos al estudiar el Arcano del Tarot: la diferencia estriba entre dirigirse a un destino marcado y el caminar sin rumbo aparente.

Por otra parte dentro de estos grupos itinerantes unos llegarían a dominar su "arte" mucho mejor que otros hasta el punto de tener ciertos conocimientos que serían vistos como poderes un tanto mágicos por la gente común, y no es en absoluto descartable el poder entre esos expertos de "dominar a las masas" que participaran en los espectáculos-rituales -aún en trance de separarse- como por "encantamiento" o "magia" y generar con ello en esas masas catarsis colectivas y metanoias ("ver más allá"). Recordemos que en la mentalidad medieval no había lugar al ámbito profano en ninguna actividad.

Esta particularidad de la mentalidad medieval conduce a plantearse la 'dimensión sagrada' de tal "arte", dimensión que debía ser sentida como tal cuanto menos por parte de los que se dedicaban a ello y que probablemente sea el origen del 'temor reverencial' que se constata hacia actores y músicos en ciertas épocas de la edad media. Hablamos de un arte que como la música es vivo y efímero: no existe ni puede existir el concepto de copia o de original, cada representación es en realidad única lo que otorga un amplio margen a la improvisación y al kairós (momento decisivo). Estamos ante dos artes donde el hombre no deja huella material de su paso y de su acto transformador, lo cual sitúa estas artes efímeras e intangibles definitivamente cercanas al tiempo primordial y al origen y por ello nos acercan a la esencia pura de lo humano, mucho más que las artes plásticas que inevitablemente dejan una huella pues transforman el entorno. Podría decirse que las artes plásticas deben haberse originado en un momento posterior de mayor alejamiento del centro primordial y que, aunque su cometido de 'retornarnos al origen' sea el mismo van dirigidas a otro tipo de hombre, forzosamente más alejado y olvidado de su centro y origen.