viernes, 17 de octubre de 2008

Mística y misterios



Se suele considerar que las palabras “misterios” y “mística” poseen el mismo origen etimológico: mistes; término que se refiere a “cerrar ojos y boca”, es decir a lo que produce oscuridad y silencio, que no puede ser visto ni comunicado y cuya única vía de penetración sea quizá el oído (el más sutil de los sentidos). Recordemos al respecto el importante papel del simbolismo de la caverna en todos los misterios antiguos; y tb el recogimiento interior, el abandono de los sentidos corporales, el “profundo centro” de San Juan de la Cruz; la caverna misma puede representar esta interiorización-aislamiento (anábasis) y la separación del cuerpo sensitivo (ascesis). Desde este punto de vista en el origen los místicos eran quienes se iniciaban en los misterios (Eleusis, Orfeo, Osiris, Mitra, etc.). 



Incomunicabilidad de los misterios.

En los ritos mistéricos siempre se hizo énfasis en su incomunicabilidad – puesto q no podía ser visto ni dicho era aquello que ni penetraba por los sentidos corporales ni salía de ellos, entraba por otra vía y quedaba resguardado dentro-. ¿Cuáles son las razones de esta incomunicabilidad? Probablemente que el conocimiento que suponen es contrario a la explicación discursiva racional (propia de la filosofía), no se deja explicar y esto por su cualidad esencial: el conocimiento adquirido a través de los misterios es irracional. Es esta irracionalidad una de las causas que lo convierten en inefable e inexpresable.

Esta incomunicabilidad tiene dos consecuencias:
  • Que el místico debe abandonar la idea de transmitir su saber, esto es el contenido de su experiencia (al menos en los términos acabados de un conocimiento) y tan sólo puede expresar su experiencia en tanto que vivencia fenomenológica y por tanto subjetiva, individual, concreta e intransferible. El místico puede decir lo que pasó (exterior) más no lo que fue (interior). El místico debe por ello “abrazar el silencio” con pesar, en función de su incapacidad para comunicar adecuadamente el mensaje que quiere transmitir.
  • Que la única vía de transmitir adecuadamente el mensaje es, no mediante palabras, sino proporcionando la experiencia de primera mano al otro; y para facilitar tal experiencia o vivencia, para señalar el camino que conduce hasta ella, se ha de recurrir al símbolo.

Es debido a la suma de ambas razones que la narración/explicación de los misterios toma siempre un carácter poético y simbólico. La narración, en virtud de la primera característica no puede dejar de ser un relato personal; y en virtud de la segunda característica no puede dejar de querer decir o expresar más de lo que de hecho dice, intentando siempre llegar más lejos, es decir, no puede evitar tomar una forma simbólica.

El símbolo es básicamente subjetivo de modo que ofrece a cada cual algo distinto que está en función de su capacidad (cualidad) y de su voluntad (intención) de comprender. A través del símbolo se puede llegar a percibir lo oscuro y recóndito, la otra realidad para la que se preparaba al hombre con los misterios. La exposición del símbolo a todos, iniciados y profanos, como puerta a los misterios (y a su conocimiento) deja a éste (al símbolo) demasiado expuesto a tergiversaciones y malinterpretaciones. Por ello, para librar al símbolo de los ataques exteriores, muchos símbolos (y también sus interpretaciones) se hicieron secretos y prohibidos, esto es, ocultos, esotéricos. Por esta razón todas las tradiciones mistéricas, con una elevada conciencia de comunidad y de integridad del grupo todas ellas, desarrollaron un fuerte componente de secretismo.

Hay aquí en efecto una cierta contradicción interna pues siendo el símbolo el único medio para compartir/transmitir este cierto conocimiento -incomunicable de otro modo cualquiera, racional y discursivamente-, parece contradictorio ocultar los mismos símbolos (que son la única vía) del común de la gente, privando a la mayoría por tanto de la única posibilidad para acceder a ese tal conocimiento. Hay aquí algo contradictorio y que debería ser mejor explicado. La explicación ad hoc tan frecuente de que tal ocultación respondía a razones de supervivencia de la comunidad (evitar peligros exteriores, defenderse del statu quo) no se sostiene, y esto por dos razones: 1) que en muchos casos históricos la religión mistérica fue la religión estatal o al menos tuvo apoyo y consentimiento de las instituciones gubernamentales (caso de los diferentes cultos mistéricos de Grecia o Egipto por ejemplo o de la época helenística); y 2) que en muchísimos casos la principal razón que ha conducido a la persecución de dichas comunidades mistéricas ha sido precisamente su carácter exclusivo y esotérico. Debe ocultarse aquí una razón de mayor peso que no alcanzamos a vislumbrar.

Resumiendo, la incomunicabilidad de los misterios era por tanto doble:
  • En función de su inexpresabilidad que impedía explicarlos y comunicarlos verbal y racionalmente. Es por esta razón que la forma historiográfica y documental que toma tal conocimiento es artística, poética y simbólica (incluso dentro de la misma tradición filosófica, tomando la forma del mito por ejemplo).
  • En función de su carácter privado o exclusivo (en tanto que poseído por un grupo determinado) que no debía ser divulgado por peligro de que el conocimiento fuera profanado o tergiversado. Es por esta segunda razón que el símbolo se torna sagrado, santo e intocable.

La raíz de este conocimiento intransferible es la identificación entre saber y ser. Se es lo que se conoce. Pero hay que puntualizar que sólo se conoce lo que se vive en uno mismo. No hablamos aquí de conocimiento verbal y discursivo por tanto, sino de experiencia.(*) Cuando esta experiencia se refiere a un ámbito que cae fuera del conocimiento cultural y del lenguaje humano se torna indecible, inefable, intransferible en todo punto.(**) Pues solo se sabe realmente aquello que se es, es decir aquello que se ha experimentado, llegando en último término a la identificación con el objeto de conocimiento y con el conocimiento mismo.

Esta argumentación tiene varias implicaciones: 

1) ofrecer el resultado de un conocimiento a otro sin haber transitado el camino es enteramente inútil. Sería como alcanzar la meta sin haber hecho el camino. ¿De qué nos sirven las conclusiones de la física o la matemática si no comprendemos su procedencia, su alcance o el camino que ha conducido hasta ellas? Y en tanto que se convierte en inútil, ¿merece la pena en estas condiciones su transmisión?

2) Un conocimiento al que no se ha llegado por sí mismo siempre será ajeno y como exterior, no se sentirá como propio (máxime cuando no ha costado ningún esfuerzo y su alcance ha sido gratuito). Será un conocimiento superpuesto o adherido a la parte más exterior de nosotros mismos. Nunca será considerado algo esencial, algo interior, algo fundamental para nosotros mismos. No estará indisolublemente unido a lo que somos, ya que somos eso, algo inseparable de nosotros mismos, con lo que nos identificamos sino que será como un vestido que puede usarse según la ocasión. 

3) El conocimiento (y ya no le conviene esta palabra) se convierte así en un dato anecdótico y nada más, presto al olvido, enteramente inútil. Algo con lo que no se identifica el poseedor, una joya de erudición a lo sumo, un dato más que pasa a engrosar la acumulación enciclopédica de nuestra memoria. Pero ¿es que puede la acumulación, el mero cúmulo de datos, sustituir la calidad de lo sabido/vivido? Efectivamente lo que llamábamos conocimiento ya no es tal. Ahora le corresponde otra denominación: información.


Pueden extraerse interesantes conclusiones al respecto de nuestra realidad social. La confusión ya referida en que se naufraga a menudo respecto a la diferencia y oposición entre Información y Conocimiento muestra el signo de nuestro tiempo, definido por otra oposición no menos fundamental que abarca aquélla: Cantidad vs. Cualidad. Y esta a su vez descansa en otra, madre de todas las demás, la confusión entre Ser y Tener. Cuando ambos términos se tornan equivalentes, estamos ante el Reino de la Cantidad. Se es lo que se tiene, solo entonces el conocimiento pasa a ser un traje, un disfraz que uno se pone y se quita según la ocasión. En un mundo donde prima la cantidad la información se impone al verdadero conocimiento, incluso pasa por él, lo suplanta y se hace pasar por conocimiento. El cúmulo de datos de nuestra sociedad de la información, la fiebre acumulativa de nuestra civilización expresada en cada muestra de su carácter (desde el consumo al fetichismo de la mercancía) amenaza con reproducir el mítico caos informe del origen de los tiempos y constituirse como su inversión maléfica (lo cual no hace sino confirmar las previsiones tradicionales). Sociedad de la información, pero no por ello del conocimiento.




(*) El problema que se plantea aquí es la relación inevitable entre conocimiento y lenguaje pues en efecto hay una equivalencia entre lo que sabemos y lo que somos capaces de decir, así como al revés: tiende a ser invisible para nosotros, y por tanto a no existir plenamente, aquello que no somos capaces de nombrar, esto es, aquello que no posee palabras que lo designen. Este tema, en efecto, nos lleva al punto de origen, aquel del significado de los misterios en cuanto son un conocimiento y una experiencia para los que no existen palabras, lo cual los convierte en indecibles en la práctica.
(**) La pregunta consiguiente es: ¿puede efectivamente experimentarse algo que cae fuera de las categorías humanas estipuladas, algo más allá de lo nombrable? ¿Acaso puede llamarse a eso experiencia? ¿Depende la experiencia para darse del lenguaje o puede haber experiencia más allá del lenguaje?

domingo, 14 de septiembre de 2008

Reflexiones sobre el emblema templario: un ensayo de interpretación.


Es de todos conocido el emblema templario que muestra a dos caballeros sobre un mismo caballo. Intentaremos a continuación arrojar algo de luz sobre su sentido simbólico. 







En primer lugar el emblema se compone de una triunidad –la unión de tres elementos para conformar uno solo-: los dos caballeros y el caballo parecen forman un solo cuerpo o un solo ser.

El caballo puede interpretarse -retomando la parábola platónica del auriga– como simbolizando el cuerpo físico, así como las pasiones corporales que le son propias. El caballo siempre ha simbolizado lo impulsivo y móvil del alma pasional humana, el “mercurio de los filósofos”. Aunque, puesto que es también fogoso y vital -y mítico símbolo solar- podría ser interpretado más bien como el “azufre” alquímico. El caballo designa una fuerza (vir) vital que debemos conquistar y cuyo control consciente nos proporciona la virtud (virtus). 


Estamos, por tanto,  ante una fuerza que puede perdernos o conducirnos a la victoria según seamos capaces de controlarla y dirigirla a nuestros intereses o por el contrario seamos arrastrados por ella. Debe por tanto ser domada (dominada), es decir está necesitada de un señor. 


sábado, 30 de agosto de 2008

Simbolismo del laberinto (II): Laberinto y comunidades iniciáticas



Para proseguir con los diferentes simbolismos del laberinto, compatibles todos ellos entre sí, pues no se excluyen, debemos remitirnos a la estructura funcional de una comunidad iniciática. Esto requiere de algunas explicaciones previas acerca de la morfología y constitución de las comunidades iniciáticas.

Una comunidad iniciática tradicional y regular es en sí misma un microcosmos, es decir, reproduce a su escala y nivel el orden universal. En una tal comunidad el maestro, en tanto que poseedor del conocimiento (gnosis) o la influencia espiritual (baraka) que hace al grupo ser lo que es, es la referencia indiscutible para el resto de miembros.

Puede perfectamente considerarse esta figura del maestro, en tanto que central, como un “centro inmóvil”, un “centro del universo” –universo que es la comunidad en sí misma –. El maestro es el “centro” de su comunidad exactamente como el sol es "centro" de su sistema solar. Podría decirse incluso que de modo del todo equivalente a como el sol mantiene unidos a sí los planetas del sistema solar, así el maestro -mediante su fuerza e influencia espirituales- mantiene a sus discípulos ligados a él, formando un “círculo” iniciático y protector.

En tanto que “centro inmóvil” el maestro es el “polo” de su comunidad al que deben tender (orientarse) sus discípulos; y en cierto sentido dicho maestro es inaccesible a los profanos. Esto es así no solo en la teoría sino incluso también en la práctica, pues dicho maestro está como rodeado y protegido, por sus alumnos, oficiales y adeptos de diversos niveles, de las influencias del “mundo profano”. Adeptos que por una parte le protegen como a una “tierra santa” y por otra establecen contactos con el mundo exterior, es decir mantienen comunicación con el “mundo profano”. En otras palabras, ellos, los adeptos, comunican el interior y el exterior de su comunidad[1] manteniendo a ésta en contacto con el mundo exterior. 

Los “oficiales” (y nótese las implicaciones militares de la palabra) son como el más cercano “cinturón de seguridad” del núcleo que representa el maestro, y pueden ser denominados por ello “guardianes de la Tierra Santa”. En virtud de semejantes equivalencias el maestro mismo constituye el auténtico “Grial” para su propia comunidad, pues él forma el vínculo que une a esa comunidad con el centro espiritual superior. Él representa en este nivel de manifestación ese hilo conductor ininterrumpido que pasa de maestro en maestro a lo largo del tiempo y las generaciones. 

Por último en el nivel más bajo si imaginamos una representación vertical -forma piramidal- o más alejado del centro si tomamos una representación horizontal -tal como puede ser el laberinto, la figura de la 'triple fortaleza' u otra de las muchas representaciones representaciones concéntricas que se refieren a esto-, estarían los aprendices, no considerados adeptos [2] por no haber actualizado aún la iniciación recibida. La iniciación la instruye exclusivamente el maestro que es el único que la puede dar regularmente.

Tal como hemos explicado la estructura constituida por núcleo, zona intermedia y periferia destaca la analogía que dicho esquema posee con la estructura del huevo de las aves -cáscara, clara y yema-, conocido símbolo del renacimiento espiritual, y en general con la estructura básica de la célula -membrana, citoplasma y núcleo-.



Enlosado de la catedral de Amiens que forma la figura del “triple recinto” o “triple fortaleza” celta, imagen de la configuración esencial de cualquier comunidad iniciática y por extensión de toda la sociedad tradicional en su conjunto.

El suelo original de la catedral fue sustituido en tiempos modernos por este otro que puede verse en la imagen, el cual, a pesar de su factura moderna, conserva varias formas tradicionales, incluyendo esvásticas y un curioso laberinto poligonal.



Pasando al análisis de los laberintos propiamente, diremos que los laberintos de camino único representan básicamente la misma estructura en tres capas de profundidad que ya hemos descrito: zona de límite y protección, zona intermedia y núcleo. 

El sendero del laberinto simboliza el camino que debe recorrer el hombre profano desde la exterioridad hasta el centro de sí. Tal viaje hacia el interior de sí mismo tiene su correlato con la posición que ocupa ese individuo particular en su comunidad o sociedad, posición que puede ser más interior o más exterior: en tanto que hombre profano solo participa de la vida social normal de la comunidad y acaso de sus ritos exotéricos, está por tanto en la exterioridad, pertenece a la periferia de la comunidad; pero en tanto que iniciado y adepto ocupa un lugar central, sosteniendo invisiblemente a su comunidad mediante su participación en el núcleo de la misma. 

Desde este punto de vista el propio laberinto semeja la comunidad iniciática, el grupo sagrado. Si el centro es el maestro de su comunidad, las baldosas que conforman el enlosado representan ellas mismas -siguiendo el conocido simbolismo de las piedras de la iglesia en representación de sus fieles- a todos los iniciados que han trabajado activamente en la obra (exterior e interior) y que están ejecutando por y en sí mismos el camino que designa el laberinto.

Toda la comunidad iniciática tomada como conjunto, así como el camino iniciático individual de cada miembro están representados –debido a la ley de analogía- en el mismo símbolo del laberinto. Penetrar en el laberinto equivale por tanto a acceder al ámbito sagrado que supone la comunidad regular e iniciática. Poco a poco el iniciado deberá recorrer progresivamente –y en un largo transcurso de años- el camino que lleva desde la periferia (el grado de aprendiz) hasta el centro (el grado de maestría). El adepto que alcanza el centro de su comunidad (o de su laberinto) se convierte a todos los efectos en un nuevo maestro, al modo de un sol que ilumina y guía a sus discípulos. Esta es la razón por la que los nombres de los maestros constructores de las catedrales góticas estaban inscritos o grabados precisamente en el centro de sus mismos laberintos.

Este es el camino reproducido y representado simbólicamente en las circunvalaciones de todos los laberintos y por esta razón es perfectamente correcto decir que el laberinto es un camino esotérico, pues a través de él se pasa de lo exterior -el mundo profano- a lo interior.



Laberinto en el suelo de la catedral de Chartres.



Aún podría hacerse una última lectura: el laberinto está dentro de la iglesia o catedral. La iglesia (como comunidad cristiana) sostiene y protege -mejor sería decir debe sostener y proteger- las comunidades esotéricas en su interior. El esoterismo tiene lugar y sentido entonces sólo dentro de la iglesia cristiana que es su marco debido.

Todo lo que se ha indicado a nivel de la comunidad es también válido a un nivel individual (en virtud de la ley de analogía): el hombre que alcanza su propio centro -pasando por las mismas o equivalentes pruebas por las que habría de pasar caso de pertenecer a una comunidad iniciática y tras el mismo arduo y tortuoso camino-, alcanza también el grado de maestro, pasa a encontrar desde entonces su maestro interior que no está sino en su propio centro, en el centro de su individualidad, el centro de su laberinto, laberinto que no es otro que su personalidad retorcida y profana, esquiva de lo más esencial y fundamental, es decir, su ego, que da una vuelta tras otra para no enfrentar lo fundamental: que está pronto a desaparecer. 

Dicho camino laberíntico hacia en interior de sí en ninguna parte está mejor representados que en el mito medieval de la búsqueda y el encuentro del Santo Grial.







[1] Al modo de la membrana celular, que protege el interior de la célula pero también lo “une” en cierto sentido al exterior pues por ella pasa la comunicación con el “mundo exterior”: separa y a la vez comunica ambos lados, ambos mundos.

[2] Como explicara Guénon, el lenguaje vulgar y profano usa la palabra 'adepto' como  equivalente de seguidor o iniciado y la emplean para los que están en sus inicios, cuando en realidad se refiere a los miembros que están más alto en la realización espiritual.